Conozco del terror de las novatadas masculinas desde que llegué a Madrid con 18 años. Son infamia y crueldad testosterónica en su máxima expresión. Son verbena salvaje, tasca de matones borrachos, ring de boxeo trucado donde sólo el novato recibe humillaciones y hostias mientras unos cuantos mamones más maduros -de tercer curso- celebran el paisaje entre copitas plácidas: sonríen al ver a otros comiendo acera, llorando de rabia en silencio, llamando a la noche a las madres para contarles que sienten pánico.

Es machismo sucio de ese que también padecen los hombres, porque el machismo consiste en aplicar la ley del más fuerte: aquí el pez grande se come al chico y ni siquiera le consiente la dignidad de defenderse. Los veteranos se meten con los niños que aún no tienen poder porque aún no tienen amigos. Están solos y son frágiles ante la ciudad nueva, ante la vida nueva. Les han dicho que para integrarse hay que sufrir. No sucede lo mismo en las residencias femeninas. Yo estuve en dos y lo sé: ahí las novatadas son más sociales y festivas, más inocentonas. Ponerse un moño, estar fea a posta, pintarse bigote, aprenderse los nombres de las veteranas o cantar. La tortura es patrimonio de ellos.

Me lo confesaban entonces mis colegas de primer año, cuando éramos bisoños y estúpidos: los chavales tragaban con aquello de que había que pasar por el aro del riesgo físico y de la vejación para conseguir el carnet de colegial. Nadie denunciaba. Si lo hacías, estabas muerto. Te marginarían. La venganza sería peor, por chivato. Era mejor aguantar: sólo serían unas semanas. A uno lo emborracharon y lo metieron en el maletero de un coche: los veteranos conducían y derrapaban a mala fe para que se golpeara. A otro le apagaron un cigarro en la ropa.

Les escupían en la cara. Les obligaban a meter la cabeza en el váter. Ni siquiera dormían tranquilos: tenían que dejar la puerta de su habitación abierta para llevarse sorpresas nocturnas: unos amanecían con las cejas rapadas, otros se despertaban en la madrugada por un cubo de agua helada que les había caído encima. La cama se empapaba entera y no podían volver a descansar. Les hacían beber alcohol a morro, hasta vomitar. El coma etílico inducido es el pan de cada día en la bienvenida a los nuevos. En 2011, en Santiago, tres estudiantes acabaron con los ojos quemados porque les tiraron detergente tóxico a la cara: lo he leído consultando hemeroteca, pero los casos y las torturas creativas son infinitas.

Las novatadas cada vez están más prohibidas. Son perseguidas por la dirección de los Colegios masculinos, pero el Gran Hermano no puede estar siempre activo. Están vetadas dentro del centro, pero fuera los neandertales siguen campando a sus anchas fuera de la residencia y es imposible controlarlos, aunque haya policías vestidos de paisano que pasean por los parques universitarios para cazar a estos perlas. Mientras, a los críos no les basta con implorar a Dios: tienen que remar hasta las rocas, es decir, resistir, resistir, resistir. Ya casi acaba septiembre, pronto seré tratado como un ser humano. Dejará de dolerme el estómago. Dormiré de un tirón. No-volveré-a-tragar-vinagre. No seré más el esclavo de nadie.

Esta semana, por casualidades de la vida, acabé conociendo a un chaval novato del Méndel. Cualquiera que haya estudiado y residido por esa zona sabe que las novatadas de ese colegio son las más cruentas, las más bestiales. Si los niños no acaban el período inaugural traumatizados, es que algo se ha hecho mal. Lo pavoroso es cuando llegan a tercero y emulan las barbaridades que sufrieron en primero. La lógica es ésta: “A mí me jodieron, ahora voy a joder yo. Se van a cagar”. Cuando se hacen mayores, cuando están protegidos y avalados socialmente, en su recuerdo el abuso deja de serlo y pasa a convertirse en ritual. La violencia siempre genera más violencia. O como decía Ray Loriga: “Los perros apaleados son los que muerden, pero casi nunca a su dueño”.

Esa mala -y merecida- fama está afectando al aforo del Méndel y se comenta que planean convertirlo en una residencia mixta para así darse un lavado de cara y empezar de cero. Hasta ahora, a pesar de los intentos de la dirección, no es posible frenar el flujo de la tradición. El chico que he conocido y que vive en ese nido de ratas púberes se levantó la camiseta para enseñarme el torso: lo tenía malherido, lleno de moratones. Los veteranos lo llaman “pechadas”. Les pegan, como los maltratadores profesionales, en zonas que quedan escondidas por la ropa para que nadie pueda advertir la agresión a simple vista.

Aquí uno de sus juegos macabros favoritos: un veterano ordena a un novato que insulte a otro veterano. Le pide que le llame “gilipollas” o que le diga algo como “tu madre / hermana me la chupa” -claro que en la desvergüenza machista acabamos llevándonos las mujeres la peor parte-. Entonces, el veterano ofendido le pega al chaval por el exabrupto, aunque sabe perfectamente que sólo estaba cumpliendo una orden. La torta se la va a llevar igual, porque si desobedece se la dará el otro.

Escribo esto sin poder dar el nombre de la víctima porque no quiere hablar. Nadie quiere. Es la tiranía del silencio. Escribo esto por ellos, y por las familias de los jóvenes que viven asustadas por lo que pueda pasarle a sus hijos. Escribo esto porque están atrapados, porque sufren a una mafia adolescente, extremista y bien armada; porque esos infelices intentan demostrar su fortaleza en el clan reventando a los más débiles. Escribo esto porque el fin se acerca, y, sobre todo, porque hay que acelerar el proceso: el feminismo, que es la lucha por una vida digna e igual para todos -hombres y mujeres-, ya anda calentando el músculo del cambio social. Estos buitres no pertenecen a la España que viene. Estáis en el tiempo de descuento, cobardes de masculinidad tóxica, se os acaba el chollo. Vosotros, agresores, estaréis entre los primeros que caigan.