Estoy preocupada. Mucho. Proteger a mis vástagos de esta fiebre enfermiza por el mundo de las pantallas se ha convertido en una batalla campal. Organizo una fiesta del pijama y los críos llegan con iPhone, iPad y demás enseres tecnológicos. Amiguito querido, te lo requiso, que aquí habéis venido a liarla parda, no a pegar las narices en el cacharro. Malas caras. Vaya madre coñazo.

Si son los míos los que van a otra casa a pasar la noche, tengo la absoluta seguridad de que les darán las tantas jugando con la puñetera Play; organizamos cenas con niños y, al cabo de cinco minutos, los iPhones invaden la mesa como por arte de magia; mi hijo llega triste del cole porque es el único de su clase que no tiene maquinita. Sus compis, en el recreo, solo hablan de eso.

La última sorpresa al respecto pantallita sido esta misma mañana. No sé muy bien cómo, el número de Smartphone viejísimo que uso para comunicarme con mis hijos si salgo en algún momento, ha acabado en manos de las compañeras del mayor. Le han añadido en el chat de las "Pop Girls". No iba a escribir el nombre, por aquello de la prudencia, pero espero que sus padres me lean y reaccionen. Quizás es mucho esperar.  El caso es que he leído los mensajes de ese grupo. Sí, me creo con el derecho que me otorga el deber de protegerle. Niñas de once años hablando de niños, hasta ahí todo normal. Y, de repente, una escribe: "Yo haría un trío". 

Once años, señores. Once tiene la criatura. No sé si sabe lo que significa hacer un trío, ni lo quiero saber. Eso es casi lo de menos. Lo tremendísimo es que una niña de once años tenga Smartphone y, rizando el rizo de la insensatez, nadie controle lo que hace con él. 

Es que ya va sola a casa. Es que todos lo tienen. Es que mi abuela fuma, y de qué manera.

Me llama la atención que a los padres les parezca más peligroso que su hijo camine quince minutos solo hasta casa que el hecho de que lleve un aparato que vale setecientos euros, como mínimo. En sus manos haya una ventana al mundo. A todo el mundo, incluido el que les debería ser ajeno, porque no les corresponde por edad, porque, si no sabemos qué información les llega, no podemos intervenir.

Se habla de prohibir móviles en las escuelas, lo que es incomprensible es que alguna vez estuvieran permitidos. Se justifica tanta barbaridad aduciendo que las pantallas son una herramienta de aprendizaje. Algunos se consuelan argumentando que algunos juegos son educativos, pero el rendimiento académico sigue relacionado con la cantidad de libros que hay en una casa, y no ha mejorado en absoluto desde que las maquinitas han llegado a las aulas. A vivir se aprende viviendo en el mundo real, no en el virtual. Algo va muy mal cuando un profesor, en lugar de recomendar lecturas para el verano, envía enlaces de videojuegos a sus alumnos. No hay medida. Ni sensatez.

Digamos la verdad: ante una pantalla, los niños desaparecen. Si están asesinando gente con el Fortnite me dejan en paz. Es lo que tienen los niños, que molestan muchísimo.

No voy ni a entrar en las consecuencias psicológicas de toda esta hiperestimulación absurda: TDAH, depresión, adicciones varias, intolerancia a la frustración. No hace falta que ningún psicólogo me lo confirme. Un bebé pegado a un móvil es una aberración. Un menor con redes sociales es una irresponsabilidad. Hablamos de medidas para controlar los daños que nosotros mismos provocamos por el amor a la comodidad y el silencio. Qué montón de absurdos.

Estamos hechos de recuerdos, de experiencias. Lo que vivimos en la infancia y la adolescencia desemboca en los adultos que somos. Las confidencias con los amigos, los bailes, los besos, las risas interminables, las gamberradas. Todo imposible frente a una pantalla, todo imprescindible para ser feliz. Cómo aprenderán esos niños a interpretar las emociones ajenas, a divertirse de verdad. Qué será de esos adultos cuyos recuerdos se contengan en una burbuja de cristal, sin olor, sin sabor, sin alma.