Este viernes, Robert F. Kennedy Jr. concederá al músico estadounidense Jackson Browne el Premio de la Paz Gandhi para la Promoción de la Paz Duradera. En la ceremonia, el hijo del senador Bobby Kennedy, un prestigioso abogado especializado en medio ambiente, incorporará al cantautor de California a un selecto grupo de defensores de la paz mundial, la justicia social y los derechos humanos. Browne es el primer músico que recibe semejante distinción, una que una vez lograron Martin Luther King, Ralph Nader o George McGovern.



En un momento en el que, a este lado del Atlántico, acaba de dimitir una ministra por lucrarse políticamente de una titulación que nunca debió alcanzar; cuando el mayor partido de la oposición lo dirige alguien a quien tal vez en breve el Tribunal Supremo decida investigar por la misma causa, un máster obtenido de un modo, como mínimo, incierto; en un marco en el que hasta quien aspira a ser un líder nacional innovador como Rivera instala en sede parlamentaria dudas sobre el doctorado del actual presidente del Gobierno, llama la atención la inmensa aportación al desarrollo de quienes ni buscan ni a menudo tienen título alguno, como los músicos.



Esos locos de los Do sostenidos o los La bemoles, y de la poesía con la que acompañan a esas notas arrancadas al aire, suelen ser tipos que, si alguna vez consiguen alguna clase de distinción en el entorno académico, la obtienen con merecimiento y sin tergiversar la realidad más que con hermosos fines narrativos. A veces, solo aceptan esos honores en el último momento, casi a regañadientes, como hizo Bob Dylan en Estocolmo. Y, desde luego, no les cambian la nota fortuitamente, ni la musical ni la del expediente.



El ego es un mal acompañante, y quienes lo engordan artificialmente, con títulos universitarios logrados a base de influencias o masivas convalidaciones, hacen un mal negocio: nada bueno les aporta esa titulación, ni a ellos ni por supuesto al centro universitario.



Cabría preguntarse cómo es posible que, después del escándalo del máster de Cristina Cifuentes, el actual Gobierno haya colocado en sendos ministerios a dos personas cuyos pasados no aguantaban la más liviana de las investigaciones. Por supuesto, si un delito fiscal o una titulación fraudulenta no les causaban problemas personales a los afectados, tampoco se podía esperar de ellos que mencionaran estas dificultades al menos potenciales cuando les ofrecían el cargo. Pero, ¿es que nadie examina la vida profesional de quienes van a llevar las riendas de un país antes de encargarles semejante responsabilidad?



También cabría preguntarse, una vez ratificado el fraude, cuál debe ser la penitencia: abandonar el puesto es lo mínimo. Pero: ¿y el daño causado? A la institución, al partido, a los políticos honrados, a las universidades, a los ciudadanos que una vez creyeron en sus representantes, a sí mismos. ¿No hay más castigo que simplemente dejar la tarea inadecuadamente asignada?



Esto importa poco a orillas de otro océano, el Pacífico. Allí, Jackson Browne se mantiene feliz estos días. No le van a convalidar asignaturas ni le van a regalar una maestría sin mérito alguno. No le hace ninguna falta. De hecho, ya es Doctor en Música por el Occidental College de Los Ángeles, que quiso distinguirlo por su “sobresaliente carrera que ha combinado acertadamente una artesanía musical personalísima y una visión mucho más amplia sobre la justicia social”.

Va a ocurrir algo mucho más trascendente e inspirador que simplemente robustecer su biografía o potenciar su legado: este viernes se honra tanto su trayectoria musical como su labor humanista. ¿Puede haber algo mejor?