Tengo memoria de pez, pero a ojo de buen cubero diría que fue en 2003 o 2004. Yo conducía un Mercedes por aquel entonces. Esto suena mejor de lo que en realidad era. Había heredado el Mercedes de mi padre cuando él se compró un BMW reventón. Para el Mercedes, era el desguace o yo.

Intuyo que el Mercedes le había hecho alguna putada a mi padre porque me entregó las llaves con una media sonrisa en el rostro y mientras acariciaba al gato como Ernst Stavro Blofeld en las películas de James Bond. O mucho me equivoco o andaba pensando: "Jódete, puto coche, no te voy a conceder una muerte dulce". 

El Mercedes estaba tan pasado de moda que parecía el coche de un traficante de drogas albanokosovar salido de una película de Emir Kusturica. Lo heredé en 1993 y lo utilicé durante años para ir la Universidad Autónoma de Barcelona, donde yo fingía estudiar derecho. Me licencié sin demasiados méritos, pero al menos me dio la cosa para aprender que las traducciones no se manipulan si no quieres acabar procesado por fraude procesal

El Mercedes sobrevivió al trote y lo utilicé luego, tras acabar periodismo, para acudir a las prácticas en El País, que por aquel entonces tenía la redacción en la Zona Franca de Barcelona. Yo solía aterrizar allí por la tarde, a la misma hora que uno de los maquetadores. Él llegaba en bicicleta y me decía "hay que joderse con el puto becario del Mercedes". No lo decía en broma. No nos hicimos amigos y no creo que me recuerde. Mucho menos que me lea. Pero si lo hace, ahora le debe de encajar todo. 

En 2003 o 2004, digo, yo conducía el Mercedes por una carretera más o menos cercana a Olot. Ya saben, la Cataluña profunda. En el asiento del copiloto estaba mi novia de por aquel entonces. A ella, cualquier vehículo capaz de alcanzar una velocidad superior a la del trote cochinero de un bebé que está empezando a caminar le hacía sudar sangre. Aún así, yo conducía a una velocidad media porque ella llevaba un par de orfidales encima y tampoco era cuestión de llegar al hotel a las 5:00 de la madrugada.

Entonces empezó a llover. Poco, nada grave. Pero al cabo de sólo unos minutos, el coche patinó en una curva. Supongo que fueron segundos, pero yo lo recuerdo como si el coche hubiera patinado durante kilómetros. Tanto patinó, de hecho, que me dio tiempo a 1) entrar en pánico, 2) pensar en la soberbia hostia que nos íbamos a meter, 3) calmarme y 4) pensar en lo que te enseñan en la autoescuela que debes hacer cuando te patina el coche. Ya saben, no tocar el freno, mantener firme el volante y no levantar el pie del acelerador.

Lo de girar el volante en la misma dirección en la que giran las ruedas traseras y luego en dirección opuesta cuando el coche se endereza ligeramente no lo hice porque en aquel momento ese cálculo era pura física nuclear para mí. Giré el volante por instinto y, como pueden comprobar porque sigo vivo, acerté de chiripa. 

El caso es que, cuando noté que el coche recuperaba la tracción, levanté el pie del acelerador, lo conduje unos metros más allá de la curva de los cojones y aparqué en una cuneta. Mi novia y yo nos bajamos del coche blancos como unas gachas de azúcar y dándole gracias a ese Dios en el que ninguno de los dos creía por haber sobrevivido al patinazo. En la cuneta, sentados en un banco fabricado con troncos, en medio de la nada, con una casa de payés a lo lejos, estaban una madre y su hijo de unos 8 o 9 años. No levantaron ni una ceja cuando nos vieron bajar torcidos del coche. Como si lo vieran cada día. 

Ella era una rotunda labriega de mejillas sonrosadas, delantal de hule y pañuelo en la cabeza. Él, el niño de Deliverance, pero con 30 kilos más y sin banjo. Los dos hablaban en una jerga incomprensible similar al catalán y que por mi región se suele llamar catalán septentrional. Habríamos dado la vida por un traductor. El diálogo que sigue se lo traduzco, aún a riesgo de que pierda parte de la gracia. Imagínenselo con acento murciano para una verosimilitud aproximada

Mujer [decepcionada]: Os habéis librado por los pelos. 

Niño: Jojojojo. 

Mujer: Esa rotonda es asesina. Cada año se matan unos cuantos de Barcelona ahí. 

Niño: Sí, sí, sí, jojojojo. 

Yo: ¿De Barcelona, eh?

Mujer: Sí, sí, de Barcelona. La semana pasada, sin ir más lejos, se mataron dos. Una pareja joven, de la misma edad que vosotros.

Niño: Sí, sí, sí, jojojojo. Igualitos. 

Mujer: Mira, ahí mismo se estrellaron [señalando hacia un pequeño barranco de dos metros al lado de la carretera].

Niño [entusiasmado]: ¡Sí, sí, madre! ¿Recuerdas? ¡Bien reventados por dentro que quedaron! 

Obviamente, dimos las gracias por los ánimos, nos subimos en el coche y arrancamos a toda prisa antes de que apareciera el padre de familia con un tractor oxidado, nos atara al volquete y nos arrastrara hasta la cámara de tortura oculta tras la porqueriza de su masía semiderruida.

Todo esto lo explico, apreciados lectores, para que quede constancia de mi extrañeza por el injusto olvido al que sometemos a la población de algunas de las zonas rurales de España menos contaminadas por la civilización. Con mucho, mucho menos, rodó Tobe Hooper La matanza de Texas y creó un género cinematográfico propio. De algo nos debería servir, en fin, ser el primer productor mundial de agrocarlistas