Escribo estas líneas como colofón agradecido de un verano en el que me he regalado volver a dedicarle muchas decenas de horas a la lectura, hasta el punto de convertirla en la ocupación principal de mis días de descanso. Hablo, naturalmente, de la lectura de libros, que en este agosto han sido sobre todo clásicos escritos unos cuantos siglos atrás. La lectura forma parte de mi rutina de todo el año, pero he de reconocer que echaba de menos aquella experiencia gloriosa, que tanto apuré en mi juventud, de dedicar horas y horas a leer, en lugar de hacerlo al salto de mata impuesto por las urgencias diarias y cada vez más caóticas que apremian al autónomo dedicado a una profesión creativa.

Recuperar esa experiencia, tras haber tomado hace meses ya la decisión de desconectar por completo de las redes sociales como herramienta de interacción y conversación, lleva a la firme convicción de que en los últimos años hemos sido objeto de una colosal estafa, una suplantación sensacional que malbarata las horas y el conocimiento de cientos de millones de personas. En ese flujo al que constantemente se nos invita —o incluso parece que se nos conmina— apenas circula sustancia de peso, pero demanda y consume un tiempo que nos hurta a la conversación más formidable y enjundiosa que ha inventado el hombre, y que no es otra que la lectura literaria, esa bendita "comunicación en el seno de la soledad" de la que hablaba Marcel Proust y que se aprecia, en especial, cuando se practica como inmersión.

La comunicación entre personas en la era digital, plasmada también en textos, pero sobre todo en imágenes, se ha sometido a una doble tiranía: la de la exhibición y la de la inmediatez. La comunicación entre personas que se articula a través del libro le proporciona al lector, por el contrario, una doble libertad: la del recogimiento y la del diferimiento. Nada para apreciarlo como leer una obra escrita hace casi 1.500 años —que además suma más de 1.400 páginas y apenas tiene lectores— y constatar que su sentido permanece tan incólume que se realiza plenamente en la interpretación del texto, por ejemplo, a la luz de lo que uno acaba de ver en el telediario. Comprende uno, de paso, que en la naturaleza humana los cambios acontecen mucho más despacio de lo que sugiere nuestro engañoso carrusel de novedades.

Ya quisiéramos los que escribimos poder estar seguros de que nuestras palabras serán capaces de una perduración tal, que empuje a un lector tan diferido en el tiempo a recogerse en ellas para encontrar ecos de su propia observación y vivencia. No se nos otorga esa prerrogativa, que administran los dioses y los hombres con criterios ajenos a nuestra jurisdicción. En cambio, tenemos los que leemos el privilegio inmenso de saber que hay palabras escritas por otros, hace siglos y aun milenios, que nos sirven para reencontrarnos con lo más profundo de nosotros mismos y atisbar alguna verdad de las que más nos incumben. No podemos permitir que nos roben ese tesoro quienes buscan estabularnos a golpe de clic en la gran granja global de datos. Es perentorio rebelarse: leer mucho más, clicar mucho menos.