Lo sabía. Tenía que ser jesuita. Me hubiera jugado el pescuezo. Esa dicción reposada y de sílaba larga, esa pedagogía en el argumento, esa concisión a la hora de explicarse... Americana y camisa de día cualquiera, gafas molientes y manos de sacerdote, de ora pro nobis ante la adversidad. ¡Aquella caridad ignaciana!

Diputación permanente a las cuatro de la tarde -véase pleno de suplentes celebrado por el Congreso para fingir que la democracia también funciona en verano-. Un día cualquiera de agosto. Ladrillo. Una sensación sólo comparable a la arena que se incrusta entre los dedos de los pies y resiste una ducha tras otra. El hemiciclo cambió por una sala vieja, de mesas de madera y butacones rojos. Entonces, apareció él. Un diputado del PNV que no había visto en la vida. Dispuesto a cortar con su espada el ego exacerbado de sus oponentes, que veían en la política de estío una oportunidad para figurar en alguna parte.

La diputación permanente es muy peligrosa. Ofrece el micrófono a desterrados y aspirantes, a todos aquellos que quieren demostrar a su mesías que el partido les necesita. Las intervenciones supuraban deseos de aparentar. Muchos abrochaban su discurso con una cita incluida sobre la bocina, cuando una desesperada presidenta de la Cámara les advertía de que su tiempo se había acabado. Aquella tortura hubiera durado una hora más si no hubiese sido por él, nuestro jesuita.

Tomó la palabra, expresó la posición de su grupo y evitó los fuegos de artificio y artillería del resto. Aquel tipo, cuyo nombre desconocía, hizo lo impensable: tiró a la basura los minutos que le correspondían. Seguro que le esperaba una oración al borde del río, un partido de pelota en la ETB, un plato de lentejas en el santuario de Loyola.

No puede ser, pensé. Se habrá quedado en blanco. Quizá el tema no le importe. Pero, ¿cómo va a desconectar un nacionalista cuando se habla de nacionalismo? Aquel hombre, heredero de Sabino Arana en cuanto a siglas, era otra cosa: su patria -Euskadi, Euskal Herria o la que quiera- tiene pinta de celda, biblioteca y, si es fin de semana, de frontón o sociedad gastronómica. Pero su caridad... ¡cuánto bien hizo por los españoles! ¡De forma desinteresada y en perjuicio de su ego!

La segunda vez que le escuché llegó a lamentar que ese debate -por llamarlo de alguna manera- fuera a volver a repetirse indefectiblemente con el comienzo del curso político. Aunque no exactamente con estas palabras, dijo: "Esto no tiene sentido". Mientras sus adversarios corrían en busca de un enchufe que cargara sus teléfonos y les permitiera ausentarse durante las intervenciones de los demás, él se quedó allí. Impasible, paciente, alerta. "Sí, sí, tiene que ser jesuita. Cuando sube a la tribuna del Congreso, parece que celebra misa", me confesó otro diputado.

Y llegó el momento. Enviada la crónica de rigor, tecleé su nombre en Google: "Mikel Legarda". Eureka. Nació en el barrio de Indautxu en 1956. Estudió... ¡en el colegio de los jesuitas! Y se licenció... en Deusto, ¡también de la Compañía de Jesús! Bendito seas, Mikel. Acortaste todo lo que pudiste aquel infierno de la diputación permanente. Sé que las citas malogradas y los grandes nombres de la literatura allí mancillados te dolieron de verdad. También sé que, si hubieras tenido que responder con otra cita, les habrías arrojado lo de San Ignacio: "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?".

Nunca podré votarte. Eso significaría dar alas a un proyecto que me haría extranjero en tu querido Indautxu. Me compungiría de veras tener que hacer un Erasmus para comer marmitako. Pero si vuelves a demostrar esa caridad en los días del tedio parlamentario, seré el primero en apoyar que el presidente amplíe un pelín vuestro fuero. Eskerrik asko, Mikel.