Acabamos de caer en la cuenta de que tenemos sepultado con todos los honores, en un monumento megalómano costeado y mantenido con los recursos de todos, a alguien poco ejemplar, enemigo feroz de una amplia porción de su propio pueblo y durante cuatro décadas gobernante ilegítimo y repulsivo a nuestros valores constitucionales, anteriores y posteriores a él —lo que los griegos llamaban tyrannos, vocablo que también quiere decir usurpador—. Lleva ahí casi cuarenta y tres años, pero nos había pasado inadvertido hasta ahora y es menester sacarlo a toda prisa y modificando por vía de urgencia las leyes vigentes.

Todo un síntoma de lo que hemos sido, de lo que somos, de lo que muchos esperamos que algún día podamos dejar de ser. Una derecha incapaz de meterle tajo pleno al cordón umbilical que aún la une con un personaje anacrónico ya en vida, y que hoy resulta contraproducente y no puede generar futuro alguno. Una izquierda que no ha sabido abordar la debida reparación de las injusticias históricas en tiempo y forma, es decir, pasado un lapso prudencial, pero no excesivo, y señalando a la derecha, por la vía de la persuasión y el consenso razonable, el absurdo democrático de cualquier aspaviento favorable al dictador. La una vuelve a tratar de pescar votos defendiendo de modo oblicuo y vergonzante su legado. La otra los busca en una exhumación a trompicones por la vía del decreto-ley que iguala a la momia a quien va aún vivo en una UVI móvil camino del quirófano.

Como lo que ha de hacerse bueno es que se haga de una vez, por la vía que sea, y como por atropellada que esta resulte nadie se atreverá a deshacer lo hecho, hágase, con desmaño y desenfreno si no hemos sido capaces de hacerlo de otra forma. Que el año 2018 no fine con el responsable directo de la muerte inicua de miles de españoles exaltado como prócer de la patria bien vale pasar por alto cualquier desaliño procedimental.

Queda lo más importante. Rectificar la condición legal de tantos españoles honrados y de honor —muchos de ellos verdaderos patriotas, como no lo es quien pone la patria a su servicio—, y que sigue siendo la de criminales sentenciados por simulacros de tribunales en farsas de juicios. Abolir de una vez por todas la memoria falaz que quiere hacer un gran militar de quien pidió una y otra vez condecoraciones que no merecía —como así se acreditó en los juicios contradictorios al efecto establecidos— y que terminó autoconcediéndoselas desde el poder absoluto, por lacayos interpuestos. Dejar de decir que fue artífice de la victoria y héroe máximo de la guerra de África quien la abandonó en 1925, tan pronto como se agenció el fajín de general, dejando una tarea a la que aún le quedaba la parte más dura a generales de más valor y destreza, como Goded, que no sólo supo pacificar Marruecos —a un alto coste—, sino que cuando se convirtió él también en golpista expuso y perdió su vida como no hizo en esos tristes días del verano de 1936 el luego Generalísimo.

Gracias a esa muerte, que siguió a la de Sanjurjo, pudo Franco, y así se lo reconoció a su primo, ser el autócrata que fue, y que retrasó décadas el progreso de España. Cualquier otro, incluso entre los facciosos —el propio Goded, que conocía la compasión, como probó cuando se opuso a que ejecutaran a Fermín Galán—, habría sido mejor. Basta ya de celebrarle.