"Todo en la vida es una lección de humildad", dice el historiador y político canadiense Michael Ignatieff; a su juicio no le falta un ápice de sabiduría. Al menos es así para todo aquel que no se niegue a enfrentarse a las evidencias de la realidad.

Hace menos de un mes, el hombre del momento, Pablo Casado, levantaba los brazos como gran triunfador de las primarias de su partido. En aproximadamente otro mes, se podrá saber si la decisión del Tribunal Supremo le permite continuar su carrera política.

No se puede, o al menos no se debe, nunca, levantar los brazos demasiado alto. Sobre todo si se tiene un pasado. Y qué duda cabe de que, a pesar de sus 37 años, Casado acumula ya uno tan completo como apurado.

Sí resulta asombroso que, si es cierto que fue la sombra de la corrupción lo que acabó con la trayectoria política del último presidente conservador que ha tenido el país, venga a ser la misma sombra, tan alargada en algunos partidos, la que pueda impedir que su sucesor tenga opciones de regir no ya en el Gobierno en el futuro, también en la formación política que dirige en el presente.

Pero así es. Por eso hay que mantener siempre la mirada interior sobre el axioma de Ingatieff. Los populares han pasado de gobernar, lo hicieron hasta el 1 de julio, los destinos del país con cierta holgura parlamentaria a verse atrapados en la oposición con un presidente recién nombrado que puede resultar imputado por cohecho impropio y prevaricación administrativa en cuanto concluya el período de las vacaciones estivales.

La humildad, es cierto, resulta fundamental para desarrollar una vida ejemplar, que es algo a lo que deberíamos obligar a nuestros políticos. En ese contexto, no caben muchas dudas de que Casado ya ha perdido: ofreció datos equivocados -si no fueron falsos-; se cobijó en la falta de memoria cuando lo necesitó y acusó a quienes le hacían preguntas de ser cómplices de una persecución política. Y, todo ello, cuando el actual líder del PP había aprobado la mitad de la carrera de Derecho en cuatro meses, y había obtenido el mismo máster que tumbó a la expresidenta Cristina Cifuentes sin ir a clase, convalidado 18 de 22 asignaturas y aprobado las otras cuatro con la presentación de unos trabajos.

Resulta evidente, más allá de lo que suceda una vez que la jueza Rodríguez-Medel haya solicitado al Supremo que lo investigue, que la obtención del máster de Casado se aleja de los cánones de la normalidad. La jueza aprecia, como sabemos ya, indicios de responsabilidad penal. Muchos ciudadanos que asisten atónitos al caso intuyen, cuando menos, un trato de favor de difícil encaje dentro de la ética que debiera tener alguien a quien se le supone la virtud suficiente para representarlos.

Es una lástima que los políticos españoles no pongan por delante de sus intereses personales los de las instituciones u organizaciones que dirigen. Si así fuera, veríamos muchas más dimisiones que los honran (al menos un poco) que situaciones en las que los afectados se aferran a un discurso insólito, con una probabilidad de verdad, y de éxito a medio plazo, verdaderamente escasa.

Veríamos más casos como el de Annette Schavan, ministra de Educación y Ciencia alemana, que en 2013 dimitió cuando se le acusó de plagiar su tesis doctoral; o como el del ministro británico de Energía, Chris Huhne, a quien un año antes se le procesó por intentar evitar una multa de tráfico que conllevaba la retirada del carné argumentando que era su mujer quien conducía el vehículo.

Al final, casi todo es cuestión de credibilidad; pero también de la humildad que resulta necesaria para asumir las partes del pasado que puedan no resultar lo íntegras que se precisa, o que a uno le gustaría.

Pero es que, como afirma Ignatieff, el pasado nunca acaba: "en algún momento se convierte en el campo de batalla en el que se pelea el presente".

Desafortunadamente, con demasiada frecuencia el orgullo y la ambición exterminan a la humildad -si alguna vez la hubo-, y es entonces cuando, sin su delicioso refugio, se manifiesta lo peor de nosotros.