Maluma, Ana Guerra, Rosalía. Nombres de cantantes cuya fama viene dada en parte por su música y en parte por el mensaje que transmiten. En principio no parece nada demasiado revolucionario.

Lo que quizás es nuevo es que sus canciones no hablan de política ni de conflictos sociales, sino de relaciones. Maluma con sus machismos, ellas con sus reivindicaciones feministas que, dicho de paso, bienvenidas sean.

No demonicemos al primero, quizás las unas no existirían sin el otro.

El último bombazo mediático ha sido el tema Pienso en tu mirá de Rosalía. Para los que no sepan de qué va la cosa, resumo: los celos son violencia, son malos, no son amor.

Nada nuevo bajo el sol ¿Por qué el revuelo? Quizás porque estábamos acostumbrados a que la música se hiciera eco de ese ¿amor? dramático y desquiciado que se entonaba hasta ahora con barbaries tales como el Si tú me dices ven, lo dejo todo o el más moderno e igualmente terrorífico Sin ti no soy nada.

El caso es que ya va bien que se visibilicen conductas que, por comunes, se consideraban normales y no lo son. Para nada. Sirven estas melodías también para neutralizar tanto “Mueve tu culito, nena, guapa, mamita rica”. Pero la música no es ni la causante ni la solución de esos infiernos que son algunas convivencias.

Todas nuestras creencias se aprenden en el nido. Ese en el que la madre es la que siempre cocina y pone la lavadora. Donde el padre le da las camisas para que ella las planche. Donde los componentes del dueto pierden su individualidad para formar un ente con cuatro brazos, cuatro piernas y un solo cerebro.

Ese es el origen de los males, no Maluma y su Felices los 4.

La desigualdad como normalidad, la posesión como sinónimo erróneo de cariño. El destino, Cupido y su tía Rita tienen más que decir de tu vida amorosa que tú mismo. El amor llega así de esta manera, como una ola, y tú te dejas arrastrar y punto. Los eternos y asfixiantes comentarios sobre el presunto fracaso que es el fin de una relación, cuando las únicas catástrofes son las que se prolongan en estado terminal por los siglos de los siglos aunque chorreen infelicidad. Las miradas condescendientes que soportamos los que optamos por la soltería como forma de vida.

Las excusas para no salir del pozo de mierda en el que algunos se ahogan continuamente arrastrando a esos hijos, supuestamente responsables de que sigan juntos, cuando deberían ser la principal razón para irse cada uno por su lado.

No existe la suerte ni la casualidad, ni en los enamoramientos, ni en casi nada en la vida. Las causalidades y el miedo a lo desconocido, aunque lo conocido sea un asco, se convierten en los culpables de que aguantemos sin rechistar los celos, los controles y las manipulaciones varias.

Y en toda esta historia hay una palabra que se escucha poco o nada: codependencia emocional.

No parece un vocablo musicalmente apetecible, así de entrada, pero debería ser mencionado más a menudo, porque ponerle nombre al problema es el primer paso para solucionarlo. No te pasa solo a ti, no estás majara. Lo dicen los libros de psicología.

Pero las disfuncionalidades del coco, lamentablemente, no las curan ni las canciones ni los amigos, sino algo tan poco romántico, rítmico, o barato como los terapeutas.

Y aquí es donde los ojos se entornan, oímos cuchicheos, y aparecen prejuicios que parecen llegados desde siglos pasados. Psicólogos, psiquiatras, curanderos y chamanes metidos en el mismo saco, ese que pasean al hombro los que afirman que “Yo no le cuento mis penas a nadie, que para eso tengo a mis colegas”.

Y así le damos más cola que comer al pez del malvivir.

A algunos les cuesta entender que, en realidad, no somos tan diferentes los unos de los otros. Nos creemos tan especiales que no concebimos que eso que nos carcome está tipificado en Wikipedia. Somos sota, caballo y rey, por mucho que nos joda.

Ya lo dijo Sócrates “El saber es la parte principal de la felicidad”, aunque a muchos les cueste creerlo.