La semana pasada participé en un curso de verano de El Escorial sobre los cuarenta años de la Constitución española, que como es sabido se cumplirán en diciembre. Mi mesa era sobre la reforma constitucional y mi postura la resumí así: la reforma de nuestra Constitución es deseable, pero no necesaria ni urgente; y en estos momentos desaconsejable.

Es deseable porque podrían introducirse mejoras que la hiciesen más coherente, más precisa y más racional. No es necesaria ni urgente porque la solución de los peores problemas que tenemos no depende de esas mejoras. Y es desaconsejable en estos momentos porque no existe el clima de consenso que requiere una reforma de la Constitución. Este último, por otro lado, es un falso problema: porque en cuanto ese consenso existiese la Constitución podría reformarse sin más.

El asunto ‘real’ hoy no es el de la reforma de la Constitución, sino el de quienes no reconocen la Constitución y quieren acabar con ella. Una prueba personal es que para prepararme el curso me sentí impulsado a leer no ya libros sobre la Constitución, sino sobre la Transición; especialmente ‘contra’ la Transición. Es la Transición lo que se juzga y lo que, en el caso de tales libros, se condena. El asunto ‘real’ es que algunos llaman despectivamente a nuestra democracia “régimen del 78”.

El asunto ‘real’ hoy no es el de la reforma de la Constitución, sino el de quienes no reconocen la Constitución y quieren acabar con ella

Los enemigos de la Transición la consideran una mera continuación del franquismo. Este origen viciado contamina todo lo demás, que para ellos es irredimible. El dictador Franco eligió como sucesor al rey Juan Carlos y este es en consecuencia un segundo Franco. Da igual que la Constitución que nos rige desde 1978 sea plenamente democrática y que en ella, por cierto, la Corona no sea un poder constituyente sino un poder constituido. Como da igual que la Constitución no contenga ninguna cláusula de intangibilidad y que, siguiendo los procedimientos que ella misma establece, se podría cambiar absolutamente todo: incluso la monarquía por una república.

Si esto es así, ¿por qué se la desprecia? Es por ese puritanismo sobre su origen. Pero si el ‘problema’ de la Constitución es que requiere una amplia mayoría para ser reformada, entonces sus enemigos quieren acabar con ella sin esa mayoría e imponer otra que carezca de consenso. Esto supondría volver a nuestras fracasadas constituciones doctrinarias del siglo XIX, hechas por una parte de los españoles contra la otra parte. De ahí el efecto que producen los que desprecian la Constitución y la Transición: pese a sus ínfulas de novedad, no parecen más del futuro, sino más del pasado. Nuestra modernidad sigue estando en 1978.