Una vez alguien me dijo que San Fermín nos enseña a morir. Como ocurre con los grandes poemas, puso palabras a una realidad que llevamos tatuada y no descubrimos hasta que se ilumina en un folio o en boca de otro. Basta con asomarse a cualquier adoquín de la Pamplona de blanco y rojo para darse cuenta de que aquello es un homenaje a lo efímero. Una rebelión ante los dioses para advertirles de que, al menos durante siete días y en un lugar del mundo, sabemos disfrutar del tiempo que se escapa y sonreír a las cenizas que seremos.

Por eso quien se planta allí graba en el cine de la memoria pequeños instantes que luego le asaltan en momentos inesperados: el amigo al que no volviste a ver, el primer encierro desde el balcón, los fuegos artificiales en la hierba mojada, los churros al amanecer, la chica a la que no te atreviste a saludar… Torbellino de lo fugaz, San Fermín nos permite al mismo tiempo ser el que somos y el que quisimos pero no pudimos. Pasado, presente y futuro se reducen a una simple plenitud, a un “todo es posible” que en realidad no es cierto, pero que nos hace vislumbrar la felicidad con más nitidez que nunca.

Hace cuatro años, en el Hotel La Perla, John Hemingway me contó que su abuelo Ernest viajaba a Pamplona para revivir una sensación que, paradójicamente, le mantenía vivo: “La posibilidad de morir cada mañana”. En esta ciudad, el folio en blanco se le presentaba agradable y desaparecía la tortura que suele acarrear cualquier ejercicio de creación. Tan sólo tenía que mirar alrededor para que las páginas se escribieran.

En San Fermín, la existencia se presenta como la luna más pálida en la noche más oscura. Dejando aparte a los canallas de ahora y de siempre, que merecen muchas menos líneas de las que se les han brindado, la Pamplona de julio se ofrece anárquica, fraternal, de arcilla… Arroja un placer que se amolda a cualquier tipo de raza o religión. Desideologizada -o sin más idea que lo humano-, invita a una revolución que merece la pena.

La vida aquí, entre el 6 y el 14 de julio, es sólo eso: vida. En contra de lo que casi siempre sucede, son prescindibles la música, la literatura, el deporte y el resto de realidades paralelas con las que abrigamos el alma de las tormentas de ahí afuera. Cuando llega el final, la ciudad duerme en silencio y los camiones de la basura se llevan los restos de nuestro baile con la muerte, a la que logramos seducir y anular casi por completo.