“Qué bien le vendría a este país un éxito de la Selección”. Sé que escuché esta frase a algún periodista deportivo en 2006 o 2007; y si no me importa citarlo ahora sin acordarme de la fuente o la fecha exactas es por la convicción de que, en aquel entonces, esa idea era un verdadero lugar común. La tesis es fácil de entender: un éxito en el fútbol, aglutinador por excelencia de emociones colectivas, serviría para unir el balcanizado sentimiento nacional. Un abrazo etílico y eufórico entre vascos y murcianos, entre madrileños y gerundenses, suturaría las profundas heridas de nuestra fraternidad popular.

Un Mundial, dos Eurocopas y una declaración de independencia después, la teoría se antoja cuanto menos defectuosa. Y esto nos anima a reexaminar también su anverso: si la experiencia de reiterados fracasos colectivos supone de verdad un disolvente de la cohesión nacional. Ahora que el bochorno parece instalarse de nuevo en la idiosincrasia de la Selección de fútbol, planteémonos que quizá pasar días enteros debatiendo quién es el culpable de cada nuevo fracaso ejerza como pegamento nacional más de lo que pensamos.

Esto va en contra de otro tópico: la idea de que la falta de cohesión nacional española se debe a la ausencia de un proyecto común e ilusionante. El problema de esta tesis no es solo que pase por encima de la responsabilidad de las élites (¿que CiU decidiera tapar su corrupción con la estelada es culpa de una ausencia de proyecto?) sino que también ignora el larguísimo tiempo que nuestro país ha sobrevivido a esa presunta carencia. El historiador Rafael Núñez Florencio publicó en 2010 un libro titulado El peso del pesimismo en el que desbrozaba la fecunda tradición de la España moderna, desde mucho antes de la Guerra del 98, de explicarse a sí misma como una nación decadente y fracasada, y de emplear para ello una retórica maximalista (desde la “nación sin pulso” de Francisco Silvela al “país de pandereta” tan común hoy en día). Núñez Florencio señalaba que el pesimismo se había convertido en un marco mental autoimpuesto y, también, hasta cierto punto, en una profecía que se cumple a sí misma: “normalmente el talante pesimista conlleva indolencia, angustia y desmoralización, que no son las mejores cartas para labrar un futuro esplendoroso”.

Pero quizá nos equivocamos al pensar que una nación solo se puede mantener en pie si los relatos que la vertebran son relatos de éxito. Las naciones que se explican a sí mismas como entes fracasados, como víctimas ontológicas -sea de sus enemigos históricos o de sus propias carencias-, también tienen su atractivo: véase el éxito movilizador del nacionalismo catalán y su rosario de presuntas derrotas nacionales. Al fin y al cabo, las historias de fracaso también ofrecen una innegable comodidad: la de tirarnos horas hablando, juntos, de lo mal que está todo.