El 16 de julio de 1991 no pasó nada importante. Creo que los niños de mi generación estamos acostumbrados a eso, o quizá, como dice César Vallejo, es que yo nací un día en que dios estuvo enfermo. Recuerdo que en algunos de mis veranos tiernos pedí por mi cumpleaños volar para poder merendar en el techo, como en la película de Mary Poppins, levitante en ataque de risa; pero no me fue concedido. Seguí siendo un animal terrestre que amasaba pecas y cotidianidades, un ser físicamente cobarde pero moralmente osado que leía Los Cinco y tenía un kit de detective con el que espiaba a los mayores -por eso se me cayeron del pedestal tan pronto, y ya jamás tuve dioses-.

Los días en que fue mi cumpleaños -y en los que no- nunca pasó nada más grave que la vida: me hice una cabaña en un remolque en el campo de mis abuelos, aprendí lo que significa “infarto” y “tumor”, di primeros -y últimos- besos y hubo noches en que no me reconocí bajo las luces coléricas de las discotecas. Alguna vez se me corrió el rímmel, como a una falsa mujer fatal. Sencillamente, me devoraron el tiempo y los gobiernos: mis amigos y yo contemplamos cómo nuestros padres habían dejado de quererse y nuestra máxima gloria pasó a llamarse “contrato indefinido”. Acudimos a manifestaciones LGTB y en defensa de la República, masificamos una huelga feminista y nos ausentamos en las misas. Estudiamos como bestias, leímos a Bauman, citamos a Oakeshott y para qué: otros se llevaron másters con menos.

Hicimos el amor para acabar rompiendo en el sexo; masticamos insatisfacciones, fármacos y sushi. Fuimos salvajemente felices y nos sacudimos, también, dramas del primer mundo. Ningún 16 de julio -y tampoco otro día- pasó nada porque a nosotros, los jóvenes, nunca nos pasa nada: a los chavales de mi tiempo nos han condenado a la insignificancia, por modernos. No sabemos de bombardeos, sólo de depresiones. No orquestamos una Transición, sólo criticamos los recortes. Seguro pertenecemos a una España -por intuición, por conciencia, por Historia leída y por nuestro espíritu demócrata que abraza a los que perdieron-, pero nadie fusiló a nuestro abuelo. Nos salvamos de ser vástagos de la guerra, y, a cambio, hemos mamado ansiedad y precariedades en un país partido y sin héroes donde “señalarse” significaba opinar sobre política.

Sólo somos protagonistas de los desastres heredados. Nos han llamado ninis y nos han acusado de darle la espalda a los cuadros de El Prado por estar lanzando tuits como posesos: era mentira. A ratos nos hemos creído los desprecios de los tecnófobos y los gerontofílicos. Nos han tildado de “caprichosos” y “superficiales”. Nos han dicho que no hablemos de lo que no hemos vivido, por mucho que nos sangren los ojos cuando algún nostálgico lleva flores al Valle de los Caídos. Nos han pedido que nos sacudiéramos la “caspa” y que abandonásemos la empresa de la "revolución", cuando sólo era la de la "justicia". 

Por eso esta semana me dio un no sé qué en el pecho al enterarme de que Pedro Sánchez planea exhumar a Franco en julio, así, un día cualquiera, medio por sorpresa: y yo con estos pelos. De repente existe la posibilidad de que el 16 -el día en que nací, el día en que no pasó nada- se vuelva página en la Historia. De repente los niños fútiles podemos contemplar algo grande, algo hermoso: un dictador deshonrado, un país cicatrizando. Mi generación merece ver cómo se extirpa el cáncer, cómo se dinamita el mausoleo, cómo se abren las ventanas y entra, por fin, el aire. Porque a nosotros nos importa, y porque corríamos el riesgo de que esta deuda con la dignidad dejase de interesar pronto: a nuestros hermanos pequeños, a los hijos que aún no tenemos. Ya estábamos en el tiempo de descuento.

Qué tal si compramos champán y nos curamos de memoria. Qué tal si recordamos que este país también es nuestro y que poco a poco nos identifica. Qué tal si se van muriendo los rescoldos del Régimen que aún coletean y dejamos de sentir vergüenza por chapuzas que no hemos cometido. Tal vez matemos por fin al monstruo del sincretismo y nos recuperemos de las viejas tibiezas. Tal vez hagamos del punto de sutura algo algo puro e inédito, algo electrizante. Quizá me tiña el 16, quizá me tatúe, quizá cocine tortilla de papas para un regimiento. Quizá mi vulgar cumpleaños de millenial rebelde que sólo ha conocido la paz, se convierta, de pronto, en verbena antifascista. ¿Se imaginan? Sería mejor que volar para merendar en el techo.