Pedro Sánchez no solo le ha robado las luces de neón a Albert Rivera. El pasado viernes 1 de junio el nuevo presidente del Gobierno le quitó también más de la mitad de su Gobierno imaginario y algo mucho más importante: le arrebató de las manos el futuro inmediato que ya toqueteaba a su antojo el líder, ahora marchito, de Ciudadanos.

Rivera se ha quedado desde entonces sin oxígeno –como pez fuera de la pecera– cuando creía que tenía aire de sobra, cuando ya se veía en Moncloa aupado a lomos de la ola de encuestas –casi unánimes– que pronostican su victoria si hubiera hoy elecciones. Pero el caso es que hoy no habrá elecciones. No. Y mañana está muy lejos. Lejísimos. De verse coronado en la Carrera de San Jerónimo ha caído en el montón del Congreso, sin apenas capacidad de influencia y con el tiempo –tictac tictac tictac– corriendo en su contra, por mucho que le quieran hacer creer lo contrario.

El líder de Ciudadanos ya se veía presidente pero la ambición desmedida –la misma, exactamente la misma que le reprocha con razón a Sánchez– le ha jugado una mala pasada. Tan lícito, o ilícito, era su deseo de elecciones a la vuelta de la esquina gracias a una moción instrumental, que no existe como tal en la Constitución, como el de Sánchez de sumar escaños vendiendo su alma al diablo, contar hasta 176 y echar al corrupto MR de la Moncloa, que era el origen de todo para ambos, según decían.

Pudo Rivera evitar lo que ahora le reprocha a Sánchez: el haberse puesto en manos de independentistas y nacionalistas. Para ello sólo tenía que haber apoyado al líder del PSOE, recordando aquel ‘pacto del abrazo’ que firmaron el 24 de febrero de 2016 y que acabó poco después, el 2 de marzo de ese mismo, cuando fracasó la investidura del ahora presidente.

Pero no quiso, ninguno de los dos estaba por la labor si somos sinceros, porque uno estaba subiendo y subiendo y subiendo y sólo tenía que esperar que la herencia le cayera encima, mientras el otro bajaba, y bajaba y bajaba y tenía que jugárselo todo a la carta del cadalso de Rajoy para que la cabeza que cayera no fuera la suya. Rivera no quería dejarle Moncloa a Sánchez ni un solo minuto y éste no quería a su lado ni medio segundo al líder de Ciudadanos.

Ahora toca esperar. Y las esperas, a veces, pueden ser muy crueles, especialmente para aquellos que erróneamente creían que había llegado su momento. Porque en política los amores, como dijo Pedro Almodóvar, son pasajeros, van y vienen, y no es lo mismo, por ejemplo, ponerle los cuernos a Mariano Rajoy y votar a Ciudadanos, que negarle una oportunidad al Partido Popular de un aclamado Alberto Núñez Feijóo, por ejemplo, que a priori no tiene más esqueletos que aquellos que le pueda volver a colocar Soraya Sáenz de Santamaría.

Las manecillas de reloj ya no son de Ciudadanos. Su movimiento continuo favorece a los populares, para recuperar el voto de derechas que se fugó a Rivera, y a los socialistas, que al tocar poder quiere que le devuelvan los votos que le robaron Ciudadanos, por un lado, y Podemos, por el otro. Ninguno de los dos grandes partidos quiere elecciones a la vuelta de la esquina. Hay veces que los extremos se acaban tocando. ¿Quién dijo que el bipartidismo había muerto?

Y mientras, Albert Rivera, que lo vio tan cerca, se cuece ahora –entre apariciones del espectro de Rosa Díez– en su chateau de Húmera, sopesando que siempre le quedará Cataluña y lo catalán, aunque allí reine una imbatible Inés Arrimadas.