Hay un mantra que se repite una y otra vez, sobre todo desde las filas del Gobierno y del Partido Popular: que el voto de los ciudadanos los ha absuelto por dos veces del estigma que pudiera suponer para ellos la acumulación insoportable de casos de corrupción a lo largo de los últimos años —tan insoportable, conviene recordarlo, que ha despachado a prisión a un par de presidentes autonómicos, uno de ellos exministro, y a una ristra ya casi interminable de antiguos cargos públicos—. Aun si se aceptara el poder sanador del voto para las conductas delictivas, asunción harto sobrecogedora en un Estado social y democrático de Derecho, es bastante más que cuestionable que perder una tercera parte del voto y de los escaños que se tenía equivalga a una convalidación. Sobre todo, cuando el resultado es que el partido así «convalidado» se ve arrojado a una minoría de poco más de un tercio de la cámara, que sólo por la torpeza y división de la oposición le ha permitido gobernar, de forma muy precaria y sin poder formular un proyecto para el país; ni siquiera una triste ley que no venga obligada por la normativa europea.

Pero ahora es que hay algo más. Lo que hasta ahora no eran más que sumarios y noticias de periódico se ha convertido en una sentencia demoledora, con decenas de años de prisión para personas antaño en la órbita del partido —e incluso en su sala de máquinas— y una condena a la propia formación como beneficiaria probada del latrocinio. Está bien escudarse en que la condena es por responsabilidad civil y no penal —que por cierto no existía entonces para las personas jurídicas— y en que la sentencia no es aún firme. Pero por mucho menos han dimitido presidentes y caído gobiernos en todo el mundo y, puestos a recordar alguna cosa más cercana en el tiempo y en el espacio, por un máster conseguido de manera dudosa y dos botes de crema cuya distracción ni siquiera era delito se acabó la carrera de una presidenta que a esa fecha no estaba ni imputada.

De todos modos, y conocido el enroque del jefe del gabinete y líder del partido así vapuleado judicialmente, todo esto no es más que vana palabrería, salvo que alguien articule una moción de censura capaz de desalojarlo de su puesto. De hecho, ya se ha anunciado la presentación de un par de ellas, pero tampoco esto sirve para mucho si en su formulación y articulación se mantiene el error capital que quienes las impulsan han venido cometiendo hasta aquí: especular con sus propios intereses partidistas y electorales, atentos siempre a las encuestas.

Si esto es de veras la emergencia nacional que unos y otros dicen, no debería ser difícil encontrar la fórmula que permitiera someter al veredicto del electorado lo que ya no es una presunta corrupción, sino los hechos probados de una sentencia que aun no siendo firme costará alterar. Si no se encuentra esa fórmula, y cada uno sigue jugando a su propia partida, podrán luego buscar las excusas que cada uno guste, pero no harán otra cosa que darle la razón al que se resiste como gato panza arriba y se empeña en negar que esto sea tan grave. Ítem más: reconocerán y aun fortalecerán su derecho a apurar, apaciblemente o no, lo que le queda de legislatura. Y otros dos años sin proyecto.