En la habitación de papá, arrimado a la mesa del ordenador, está el pequeño piano. Lo protege una telita blanca como las que cubren los muebles en las casas de veraneo.

Es el piano uno de esos teclados eléctricos en los que los deditos quedan como bichitos que navegan de blanca en blanca. Apoyada, una partitura con dibujos de animales invita a sentarse a él; pero es ella la que llega corriendo desde el pasillo, se sienta feliz y dice: ponme la de la alegría. Se refiere al himno de Beethoven. Verás.

Evoco los días en los que era su madre la que venía corriendo desde otro pasillo y gritaba tíoooooo, con los brazos aleteando como un pájaro que quisiera comerse el cielo. Se sentaba en el suelo y golpeaba un pianillo rosa que sonaba como el diablo, chirriante y destemplado. La madre de Elsa, entonces niña, daba improvisados conciertos en el salón y luego aporreaba con la misma fuera la calculadora de números verdes luminosos donde yo hacía deberes. Era imposible. Iban y venían las horas como la alegría de la casa, y a veces, algún morado porque de tanto moverse me marcaba los pies en las piernas subida en equilibrios como si fuera a conquistar américa. Las tardes eran fáciles, porque nada podía pasarte en casa de la abuela. Había juegos, había merienda y había ganas. Salíamos al balcón y oíamos el mismo “¡cuidado!” que ahora dice la niña madre de la pequeña Elsa.

Evoco también el suelo brillante recién fregado, prohibido pisar como un Serengeti de mármol, una tele sin mando a distancia y un tapete de ganchillo que hacía las veces de tienda de campaña junto a los almohadones del sofá.

Toca Elsa el piano, cuatro notas, con sus deditos y sonrío. Me encanta verla. Baraja las partituras de animales y vuelve a poner las manos como si fuera ya profesional, yergue la espalda y me mira para que preste atención. “Esta es la de la alegría”, me recuerda.

No queda otra que escucharla, con su madre en el horizonte de la puerta y el resto de canciones por venir. Parece que está sola en el escenario, con sus deditos y su melena suelta. En la pared, muchas fotos. Y hueco para muchas más. Las que vendrán.

La melodía pasa por sus manos, sube a su sonrisa e inunda toda la habitación, baja después por sus brazos hasta el piano y las manos vuelven a transmitir las emociones, con su torpeza, con su ilusión, con la mirada atenta de todos como público.

La familia repara en el piano que habrá que comprar si la niña progresa, cuando vaya bien y deje de aporrear blancas y negras. Los padrinos tendrán que comprar el piano. Claro, digo. Y la niña me mira con cara de pilla pensando en ese que ha visto en su clase de piano. Y yo, que tengo facilidad para la evocación, hago gestos y le digo que sí. Aplaudimos. La cena espera en la cocina. El piano de Elsa se queda solo en la habitación cubierto de nuevo con la tela blanca. Mudo. Un silencio que sabe a la vida que vendrá. O a la pizza en la que en ese momento ponemos los dedos.