Si nacer bien es importante, y a ello dedicamos muchísimos recursos, imaginen lo trascendental que es morir bien, que es lo último que haremos. Cuando ya no quede nada por hacer, haremos solo una cosa más: morirnos. Y lo haremos todos.

Aunque llevamos miles de años falleciendo, unos tras otros, generación tras generación, aquí y en todas partes, aún no hemos aprendido a hacerlo con naturalidad, dignidad y sencillez.

Si el alma seguirá existiendo o si nunca existió; si nos reencarnaremos en otro ser vivo, o no; si iremos al cielo -o al infierno-, o si pondrán nuestro cerebro en un ordenador, eso nadie lo sabe. Al menos, nadie lo sabe aún. Lo que sí sabemos todos es que moriremos.

Tampoco sabemos si lo haremos demasiado pronto, con multitud de planes por realizar o con obligaciones por cumplir; o si lo haremos demasiado tarde, con el cerebro casi muerto en un cuerpo también casi muerto, como ocurre a numerosas personas con Alzheimer, arrastrando migajas inservibles de vida solo porque el corazón sigue latiendo. Muertos ya, pero vivos aún.

Tampoco podemos controlar cómo va a concluir nuestra existencia. La muerte puede surgir del modo más extraño e inesperado. Si no me creen, recuerden el caso de Damnoen Saen-um, un vendedor de helados tailandés que se murió de risa mientras dormía. Su mujer no fue capaz de despertarlo y, tras el ataque de risa nocturno, dejó de respirar. O el de Isadora Duncan, la creadora de la danza moderna, que murió asfixiada cuando se le enrolló la bufanda que llevaba en las ruedas de su coche. A Ray Chapman, jugador de béisbol de los Cleveland Indians, lo mató una pelota lanzada por el pitcher de los Yankees. Allan Pinkerton, quien constituyera la primera agencia de detectives del mundo, murió cuando se infectó la herida que se hizo al resbalar en la calle y morderse la lengua.

No, nadie sabe qué será lo que acabe con su vida. También puede caernos un árbol en la cabeza -ha ocurrido algo así demasiado a menudo-, o que en un concierto con más asistentes de los permitidos, en una avalancha te aplaste involuntariamente la multitud. O que quieras hacerte un selfie con un elefante, te acerques demasiado y el paquidermo te pisotee, como le ocurrió a un turista el año pasado en Bengala Occidental.

No, no podemos diseñar, la mayoría de las veces, cómo abandonaremos el mundo. En ocasiones, anhelamos hacerlo y no podemos, literalmente, como el tetrapléjico Ramón Sampedro, de cuyo ilegal suicidio asistido se acaban de cumplir 20 años.

En otros casos, los más frecuentes, la muerte va acechándote hasta que se te cuela dentro, te lleva a un hospital y te obliga a aceptar su criterio y sus tiempos. Pero, por vez primera y tras numerosos intentos fallidos, esto puede dejar de ser así.

El Congreso, con la oposición del PP y la abstención de Cs pero igualmente con mayoría, se dispone a superar la primera barrera para la regulación del suicidio médicamente asistido. Hasta ahora, cooperar para que alguien pueda suicidarse puede suponer hasta diez años de cárcel. Con la aprobación de la eutanasia en los supuestos de enfermedad grave que conduzca necesariamente a la muerte o a una patología que provoque sufrimiento físico o psíquico, la sociedad española avanza hacia una legislación necesaria. Con ella, los ciudadanos no solo viviremos mejor: moriremos mucho mejor.