Si este hombre hubiera nacido en los Estados Unidos de América, antigua democracia que sirve de referente para otras muchas, llevaría décadas con un mono naranja en un penal de máxima seguridad, sin más perspectiva de vida que continuar ahí hasta su muerte, recibiendo cartas de chaladas (nunca falta alguna) que le declararían su amor ferviente y alucinado. Como ha nacido en España, una democracia reciente, pero que es mucho más compasiva y benigna con los comportamientos inciviles, es él quien nos escribe a todos, en libertad, su carta de chalado, en la que pretende, en nombre de la partida de tarados sin alma a la que un día perteneció, impartirnos algunas lecciones históricas y morales y poco menos que perdonarnos la vida.

Reconozco que me resulta irritante concederle a este hecho marginal y estrafalario la trascendencia que presupone dedicarle unos minutos de mi vida a escribir estas líneas. Lo hago forzado por la relevancia que todos los medios nacionales e internacionales le están otorgando a la pantomima de disolución formal de una banda terrorista reducida a fosfatina por el Estado de derecho español; una maquinaria nada desdeñable (pese a la última tendencia a denigrarlo), porque tiene a su servicio jueces y policías y guardias civiles que demostraron, como había que hacerlo, que el grupo de dementes crueles en que militó el carnicero no tenía la más mínima oportunidad de seguir adelante.

Es como si alguien anunciara la disolución de la sal del mar, y el mensaje de concesión de la paz a los españoles que manda la carta, algo así como si Himmler se hubiese puesto a escribirles a los Aliados en 1945 una misiva en la que declarase altiva y solemnemente que había tomado la decisión de dejar de fumigar judíos. Ni siquiera aquel vesánico ex avicultor, de cuyas chifladuras hay testimonio sobrado, se permitió perpetrar una acción tan grotesca y tan ridícula. Prefirió tomar cianuro.

ETA, que comenzó allá por finales de los cincuenta como la ensoñación de unos jóvenes universitarios vascos decepcionados por la pasividad y el conformismo de sus mayores nacionalistas, bajo el deslumbramiento por la lucha guerrillera de Fidel Castro (tan distinta y tan distante, pero cuya imitación encontraba una coartada en la existencia de la dictadura franquista impuesta a todos los españoles), termina así con la envarada lectura de una carta mentecata por un carnicero jubilado. Un tipejo mediocre cuyo único mérito es haber acertado a permanecer escondido tras apartarse de toda acción para que no le detuvieran.

Entre medias quisieron, y casi lograron, hacer descarrilar la democracia que tanto nos costó recobrar a todos los españoles, para poder imponerles a los vascos un despotismo basado en el terror y la fantasmagoría patriótica. Durante un tiempo, y en algún pueblo, llegaron incluso a instaurarlo. Eso es todo lo que debe quedar de ellos, y sólo espero no vivir en un país tan necio como para conceder algún valor a su postrer acto de arrogancia, ignorancia y desprecio de los derechos de sus conciudadanos.