Toda causa célebre, desde los tiempos de Dreyfus hasta los de la Manada, termina actuando como una radiografía de la sociedad y del debate público. Esto nos embarca inevitablemente en una dinámica de separar el trigo de la paja; es decir, conjugar el principio de contención ante las reacciones viscerales del grupo con una visión pragmática del funcionamiento de los regímenes basados en la opinión pública, cómo consiguen que se produzcan avances y, por el contrario, cómo pueden impedirlos.

En este sentido, uno de los argumentos más endebles que se han utilizado estos últimos días es el que lamenta que personas sin formación en Derecho, y que no se han leído la sentencia, critiquen la resolución de los jueces. Es comprensible que los profesionales de ese ámbito se sientan frustrados ante la confusión del Derecho con los veredictos sociales, que reclamen que se haga pedagogía de las sutilezas jurídicas de casos de este tipo, y que se lleven las manos a la cabeza ante los oportunistas palos de ciego que van dando los ministros de Rajoy.

Pero al final todo régimen basado en la opinión pública (y la democracia liberal no puede existir de otra manera) exige que los muchos que no saben de un tema fiscalicen a los pocos que sí lo controlan. Montoro sabe más que la inmensa mayoría de nosotros sobre cómo se cuadran las cuentas de un Estado y, sin embargo, seremos nosotros quienes juzguemos su labor en este ámbito la próxima vez que vayamos a las urnas. Y esto no es solo un principio de la política democrática, sino que también se extiende al ámbito profesional: desde los arquitectos y los cocineros hasta los profesores y los columnistas, hay pocas profesiones cuyos practicantes no estén sujetos a algún tipo de fiscalización de parte de quienes no tienen ni idea de lo que implica hacer nuestro trabajo.

En todos los casos, lo aceptamos porque comprendemos que estar sujeto a la crítica, aun cuando pueda ser poco fundada o directamente injusta, es el mejor contrapeso a las posibles arbitrariedades. Y que, a la larga, este elemento tan imperfecto como innegociable de nuestro sistema tiene más efectos positivos que negativos, siempre que se encuentre debidamente acotado por las garantías del Estado de Derecho.

A cambio, debería preocuparnos que, con el objetivo de hacer presión para lograr cambios culturales y legislativos, se esté dando una impresión ya no inexacta, sino directamente equivocada de lo que ha sucedido con la Manada. Entre las manifestaciones, las peticiones de inhabilitación y el #yosítecreo, cualquier despistado podría pensar que los jueces han desatendido la denuncia de la víctima y han absuelto a los acusados. La realidad es bien distinta: una chica denunció a cinco hombres, la mayoría del tribunal dio crédito a su versión en vez de a la de ellos, y el balance es que los tipos van a ir a la cárcel y que la sociedad ha proyectado sobre sus caras y sus nombres un estigma del que jamás se podrán librar.

Que se llegue a dar la impresión de que esto no ha sucedido no es solo un error de principio, sino que también puede resultar contraproducente. Debería preocuparnos que un diagnóstico mediático y político según el cual los violadores no son perseguidos por los tribunales pueda, por ejemplo, desanimar futuras denuncias en casos de este tipo. Desde este punto de vista, el mensaje primordial de la sentencia sigue siendo la condena de los acusados. A partir de aquí comenzaríamos el debate de todo lo que se podría mejorar. Pero seamos conscientes de que si erramos el diagnóstico es difícil que acertemos con la solución.