El fútbol español tiene motivos para estar triste. Con esa tristeza que va más allá de los colores y el forofismo; más allá de las derrotas, de los odios sarracenos, de las bajas pasiones que habitan en torno a un balón, de esos amores canallas que ansían tanto el triunfo propio como el fracaso del enemigo que más despreciamos. Andrés Iniesta se nos va y se apodera de nosotros una desazón que nos anuncia que las tardes de fútbol en España, a partir de la temporada que viene, ya no serán igual sin él.

Hacemos este deporte más y más grande cada vez que nos rendimos ante alguien que no viste nuestros colores. Esto es lo que convierte el once contra once en algo único e irrepetible. Iniesta consigue lo que muy pocos: que nos quitemos la camiseta y nos quedemos simplemente con el fútbol. Como hicieron el sábado pasado los aficionados del equipo rival cuando el manchego ilustre abandonó el terreno de juego y se pusieron en pie para ovacionarle sin desmayo, para decirle que querían seguir disfrutando de él aunque fuera en el bando contrario.

Él nos enseñó el camino cuando marcó en Sudáfrica el gol más importante de su vida, y posiblemente de todas las nuestras, y se lo dedicó entre lágrimas de emoción a un compañero desaparecido que además jugaba en un equipo que detestan hasta la saciedad los seguidores del conjunto de Andrés. “Dani Jarque siempre con nosotros”, leyó el mundo entero cuando se despojó de su elástica para que todos en todas partes recordaran al futbolista muerto tanto como al goleador circunstancial.

Iniesta no es de mi equipo pero yo sí que soy de Iniesta. Siempre lo seré. Es uno de esos jugadores que convierten este juego en algo más que un deporte, casi en una expresión artística; él es la esencia, la sencillez absoluta, el geómetra que tira rayas como dardos que siempre alcanzan la diana, el que danza con un balón pegado al pie, el que siempre escapa aunque esté rodeado, el que levanta la cabeza y ve lo que muy pocos son capaces de ver.

Pero no quiero ceñirme únicamente a su forma de jugar a la pelota. Voy más lejos y me centro y me quedo en la persona, en la humildad que destila uno de los deportistas más importantes de nuestra historia. Siempre ha intentado permanecer ajeno a la inmortalidad que desde aquél 11 de junio de 2010, en el Soccer City de Johannesburgo, le persigue sin alcanzarle, sin rozarle siquiera. Él así lo ha querido, siempre ha vuelto a sus orígenes, nunca ha sobrevolado por encima de sí mismo.

Él hace que el fútbol sea algo humano, algo cercano, entrañable. Alejado de las estrellas y el barro que a veces lo enfanga todo y a todos. Fuera de los circuitos de las mega estrellas, los culebrones y las estupideces, cercano siempre a la tierra, auténtico como el blanco y negro; y de carne y hueso, absolutamente de carne y hueso. Él nos devuelve a ese fútbol de patio de colegio que jugábamos en nuestra infancia hasta que finalizaba el recreo; a ese campo de tierra improvisado donde la piedras marcaban las porterías y donde las fiestas de guardar quemábamos los zapatos y destrozábamos la ropa que a lo peor acabábamos de estrenar.

Iniesta se nos va de entre las manos. Y con él ese futbolista auténtico y humano que ama su deporte hasta la saciedad pero que siempre entendió que la vida es mucho más importante que un balón de fútbol.