Acabé extraviado en el rumor de las terrazas. A veces en agosto, de noche, sobreviene un espe­jismo cuya naturaleza, aunque de sobra conocida, nos sigue complaciendo por su esta­cional pun­tualidad. En forma de cielos de postal, baladas de los sesenta y de los setenta y mira­das insostenibles, algún duende finge, valién­dose de viejas artimañas, que el futuro ha llega­do por fin y que a la vuelta del verano todo será dife­ren­te.

Aquella madrugada Rosalía me habló de él con Lady D’Arbanville de fondo. Atento como estaba a la voz de Cat Stevens, a su color, a la esperanza inexplicable y a los acantilados que sugería, me costaba seguir el hilo de la historia de Joaquín. Además, creo que Rosalía hablaba en realidad para los oídos de uno de los jovencitos que la acompañaban, un muchacho norteamericano cuya mirada, desenfoca­da por la ginebra y por la miopía, iba y venía de las paseantes del puerto a los muslos marmó­reos, greco­rromanos de mi amiga. Era, seguramente, uno de los asis­tentes al semina­rio de poesía mística castella­na.

Ya fuera por un comprensible sesgo pedagógico, ya fuera por puro lucimiento, el caso es que ella retrató la adoles­cen­cia del poeta y empresa­rio Joaquín Antúnez con admirable traza. Afloraron recur­sos que recordaban lejanamente a Salinger, El guardián entre el centeno. ¿Cabe sospechar de la proverbial astucia de Rosalía la elección de una pauta literaria que presumía familiar a su alumno? De pronto cambió el ritmo y, en un golpe de efecto, encerró el transcurso de veinticinco años en una frase. Un solo trazo, espléndido, que no logro recordar. Sé que su cadencia acusaba el paso, el peso y el poso de los días. Satisfecha, se lanzó a buscar los con­tras­tes de lo que tan brillantemente había zanjado con la nueva etapa vital del personaje. Situó a su viejo amigo en un escena­rio hostil regido por códi­gos asfi­xiante­s y previ­si­bles: los pro­pios de los ce­nácu­los publicitarios.

Por mi parte, sin imaginar que estaba empezando a construir los argumen­tos con los que acabaría pagándome la hipoteca, sostuve que en los profesiona­les de la publici­dad se une lo más irritante de los artistas -diga­mos la vanidad- con lo más depri­mente de la gente de empresa -digamos la crudeza-, sin que concurra ninguno de los rasgos meritorios de tales gru­pos. Ahí me detuve, al no venirme a la cabeza ninguno de tales rasgos. De cualquier modo, ella se mostró de acuer­do conmigo, quizá porque el calor y el esfuerzo realizado poco antes le impedían mejorar la idea, y se limitó a glosar con algunas anécdotas la “demoledora” sinceridad de Joaquín, para en segui­da oponerla al embuste inherente a la publici­dad. Hizo una pausa para tragar­se un dai­quiri y luego dio un uso inesperado a mi recién descu­bierto veneno. Dijo que el caso de Joaquín era exacta­mente el opuesto­ al de “ese mundi­llo”: él era un artista sin vanidad y, a la vez, un entrepreneur visio­nario. Pero no fue capaz de ca­llarse sin antes advertir a los presen­tes de mi parcialidad.

— ¿No lamentas haber quemado nueve años en una agencia?

Que sus amigos, alumnos, amantes, o lo que fueran, me tuvieran por un resentido me importaba tan poco como la histo­ria que acaba­ba de oír. Con todo, retuve los detalles, pues pasó entera por mi cabeza cuando, algunos años después, conocí a Joaquín Antúnez en la presen­ta­ción de Los siete pecados capitales del creati­vo, título con el que el ex jesuita T. Algueró, propietario de la agen­cia RFTJ & W, S.L., culminaba su intolerable trilogía Divinas estra­te­gias, comple­tando las catastróficas Las tres virtudes teolo­ga­les del planifica­dor y Los diez manda­mientos del ejecutivo de cuen­tas.

Jamás pierdo ocasión de denigrar a la tropa de la comunica­ción, a poder ser en su presencia. También los prefiero a financieros y psicólogos industriales, que ya es preferir, a la hora de defecar sobre ellos en letra impresa. En resumen, diga­mos que no fui recibido con aplausos en el acto de Algueró. Joaquín fue el único entre los asistentes que me estrechó la mano sin que la sonrisa se le agriara.

— Usted debe ser el señor Alcázar. Encantado; soy Joaquín Antúnez. Le he reconocido por la foto de la solapa de Publicidad y otras formas de delincuencia organizada.

— Pues sí, soy yo. Mucho gusto. Siempre es grato comprobar que alguien lee las cosas de uno.

— Teniendo en cuenta sus opiniones, sor­prende que acuda a reuniones como la de hoy.

— A fin de cuentas, vivo de esto.

— ¿De la publicidad?

— No, de ridiculizarla.

— Lo presenta usted como una profesión.

— Lo es. Empecé a descubrir sus vergüenzas en mis artículos y, de inmediato, el eco fue extraordina­rio. Todos me pedían más; el director del periódico, los lecto­res, mis colegas. Luego volví a publicar, recopilado, lo escrito hasta entonces en Me huele España y Que in­viertan ellos. Y la cosa fue cre­ciendo. Fue entonces cuando se me ocurrió organizar una cuesta­ción simbólica pro alfabetización de los creativos españoles, muy comentada, a la que siguió una invitación pública a su suicidio colectivo que me creó algunos problemas con la justi­cia. Sus señorías siempre tan puntillosos. Con el tercer libro, Hampo­nes en el Consejo, me di cuenta de que estaba orde­ñando una vaca suiza. Pronto llegó la obra que usted ha cita­do, y también un montón de conferencias en uni­versida­des de verano y, curio­sa­mente, en las mejo­res escuelas priva­das de negocios del país. ¿No le parece fantástico? Pero en fin, a lo que iba: cuando uno vive de una acti­vidad en exclu­siva, puede considerarla su profe­sión, ¿no cree?

— Cierto. Y como buen profesional tiene que estar al día y acudir a cualquier... evento... que le permita seguir lapidándonos.

— Eso es. Aunque, como habrá visto, la gente prefiere ser correcta conmigo o, al menos, no abiertamente incorrecta. Lo hacen para protegerse, como es natural.

— Yo no...

— ¡Oh, perdón! No he querido decir que ese sea su caso. Además me consta que usted es... distin­to. No ponga esa cara; una amiga común me explicó hace tiempo algunas cosas sobre el joven Joaquín Antúnez. Muy halagüeñas, por cierto.

— ¿Una amiga?

— Rosalía Queralt.

— ¡Rosalía! ¿Es amigo de Rosalía?

— Nuestra relación nunca fue tan estrecha como la de ustedes. Pero sí, éramos amigos.

— ¿Eran?

— Hace mucho que no sé nada de ella. Es curioso, ahora que lo pienso, no he vuelto a verla desde la noche en que me habló de usted.

— Rosalía vive en Los Ángeles. Se casó con un guionista de Hollywood bastante más joven que ella.

— ¡Lo ha conseguido! Ejem, quiero decir que eso le encaja perfectamente.

Nos echamos a reír, fuimos hacia la barra libre y nos ventilamos dos escoceses a la salud de Rosalía y a costa del ex jesuita, quien, por cierto, vino a salu­darme de nuevo con efusión digna de mejor causa.­ Hizo sacar un malta de veinticinco años, misérrimo soborno con el que trataba de evitar que destrozara su obra y que distorsionara el eco de su concurrida presenta­ción en mi columna del día siguiente. No le sirvió de nada. Lo cierto es que me limité a resumir algunos de sus peregrinos puntos de vista, sin crítica alguna. Pero titulé La postura del misionero.

Joaquín y yo intimamos pronto. Nos vimos a menudo aquel invier­no, en mi casa del Ampurdán o en su refugio aranés, escenario de veladas amenísimas que sólo terminaban cuando su esposa Carmina -la lactescente, en poéti­ca broma privada- se levan­taba para ir a las pistas de esquí. Respecto a las noches del Ampurdán, mi memoria no puede sepa­rarlas­ de los Beatles, con cuyas canciones engañába­mos nuestra edad. Tuvimos tiempo de hablar de todo lo humano y lo divino. Inclu­so de Divinas estrate­gias, la fatua trilogía con la que, en defi­nitiva, siempre estaremos en deuda por la mucha chanza que ha propi­cia­do.

Una tarde, descalzos sobre las piedras de Port Lligat tras una larga sobremesa, paseábamos en círculo y hablábamos de Dalí, de Gala, de los huevos gigantes, y luego de Leda y de los Dioscuros. De repente, sin venir a cuento, me miró con expresión grave, luego abati­da, luego resuelta, y dijo:

— Como sabes, mañana lunes hay que presentar la idea defini­tiva a los de Mercedes. A primera hora de la mañana tomo el avión. Iré sin ningún material. No va a hacer falta.

Aquí se detuvo y, a base de prolongar el silencio, consiguió crear un ligero suspense. Consideré oportuno callar también, a la espera de alguna revelación. Pero tardaba tanto que me cansé.

— ¿Y?

— Cuando compré la agen­cia, muchos debie­ron brin­dar con­venci­dos de que la quiebra me aguardaba a la vuelta de la esquina. Pero, para su sorpresa, los alemanes me invitaron a participar en el concurso mundial de la firma, lo que debió provocar no pocos sudores fríos. Des­pués, ganar una cuenta de ese calibre me ha reporta­do el respeto de los grandes y a la vez, con toda seguridad, el odio infini­to de nuestro querido colectivo.

Había logrado su propósito, me había puesto muy nervioso.

— Joaquín, ¿qué sucede? Esta es tu gran oportunidad. ¿No estaba aprobada la idea de los delfines?

En vez de contes­tar, encendió un cigarrillo. Me dieron ganas de zarandearle. Creí ver un matiz vi­drioso en sus ojos infantiles y claros.

— ¿Quieres hablar de una vez?

— Tú eres mi amigo, ¿no?

— Pues claro. ¿Estás enfermo? ¿Es algún problema con Carmina?

— No, no. Mira, si hay alguien que pueda comprender lo que voy a hacer, ese eres tú.

Cuando pronunció las palabras lo que voy a hacer pensé en el suicidio. Por un instante me halagó que yo fuera el único capaz de comprender su suicidio. Continuó:

— Dime, ¿qué es lo que más amo?

— Carmina.

— No estoy preguntándote a quién sino qué.

— ¿Qué..? Oye, creo que ya hemos tenido antes esta conversa­ción, pero no veo qué relación puede tener con tus clientes.

— ¿Qué es?

— ¿La poesía?

— ¡Exacto! ¿Y cuál es, para mí, su máxima expresión? ¿Cuál es el momento más elevado de la poesía de todos los tiempos?

— ¡Y yo qué sé! ¿Algún soneto de Shakespeare? ¿Algo de Petrarca? ¿Garcilaso? ¿Rilke? ¿Baudelaire?

Grité, sin proponérmelo, el nombre del maldito.

— Piensa un poco. Hemos hablado de ello.

— Repito, ¿qué tiene que ver la poesía con la cuenta de Mercedes?

Pero Joaquín iba a lo suyo:

— ¿Cuál es la cima de la poesía universal?

Iba a más. Ya había dejado caer el “para mí”. Solo le faltaba pronunciar como Dalí: ¡la poesssí-a uni-verr-ssalllll! Empezaba a estar harto del jueguecito.

— Campoamor.

Ni siquiera sonrió. El cielo se puso rojo y el mar blanco, y en el aire se formó un silen­cio ensor­dece­dor. Por eso la voz del poseso conminándome a contes­tar sonó como la de un arcángel dando un ultimátum.

— ¿Cuál?

— El Cántico espiritual de San Juan de la Cruz.

— ¡Eso es!

Y sus ojos se iluminaron.

— “¿Adónde te escondiste, / Amado, y me dexaste con gemido?/ Como el ciervo huiste, / habiéndome herido...”.

— ¿Me lo vas a recitar entero? —le interrumpí indignado. Y entonces temí lo peor. No, no era posible.

— ¿Les vas a colo­car el Cántico a los de Mercedes?

— Sí, el Cántico —susurró.

Presentí que el paisaje, a mis espaldas, se alejaba al modo de Hitchcock. Él estaba al borde de un llan­to místico. Me apretó los brazos con fuerza, como si acabara de darme la noti­cia de mi vida. Tenía que disua­dir­le. Buscando una expre­sión convin­cente, imaginé y reproduje la cara que pondría un asisten­te social para tran­quili­zar a un delincuente juvenil ebrio y armado.

— Volvamos a casa. Te daré algunos rudimentos de comunicación.

— Alcázar —Joaquín siempre me ha llamado así—, te estoy hablando completamente en serio.

— Muy bien. Así que me estás hablando en serio. De acuerdo. Describe el spot. No me cuentes la campaña entera; solo el spot.

Miró al cielo, que cobraba tonalidades cada vez más alarman­tes, y elevó las manos con las palmas hacia arriba como si estuviera a punto de oficiar una misa pagana.

— La pantalla está en negro. Carmina y yo recitamos el Cánti­co. Yo soy el Esposo y ella la Esposa.

— Joaquín, respira hondo. Seguro que ha sido la tramontana. Mira, vamos a Gerona. Allí hay especialistas muy buenos, ya verás; están acostumbrados.

Pero no me escuchaba.

— Lo recitamos todo, de pe a pa.

— Con la pantalla en negro.

— Sí, sí, sí, como la noche oscura —deliraba.

— ¿Y al final sale el logo, y una voz en off dice “Mercedes”, o algo como “Mercedes te conducirá al éxtasis”?

— Nada de eso.

— ¿Cómo acaba?

— “Aminadab tampoco parecía; / y el cerco sosegaba, / y la caballería / a vista de las aguas descendía”.

— Ya, ya. No me refiero al Cántico. ¿Cómo acaba el spot?

— Sin más.

— ¿Sin más?

— Sería una ordinariez añadir algo.

— Un momento. Quieres ir a proponer a la cúpula de Mercedes que paguen una campaña mundial basada en un spot larguísimo...

— No querrás que cortemos a San Juan de la Cruz, o que lo recitemos como “Este anuncio es de un medicamento”, ¿verdad?

— ...basada en un spot larguísimo, sin música, claro...

— ¡Por favor!

— ... con la pantalla en negro y con la voz del director y propietario de la agencia, y la de su mujer, recitando un poema del siglo dieciséis, y punto. Sin ninguna referencia al anunciante. ¿Lo he entendido?

— En Mercedes no deben preocuparse. Será el propio público el que deseará enterarse de quién hay detrás. Y tendrán muchos modos de averiguarlo.

— Dios mío. ¿Y cómo será la versión para los países que no son de habla hispana?

— Sólo habrá una versión.

— No.

— Sí.

— Claro. Publicidad global sin concesiones. En Suecia les encantará, sobre todo a los de Volvo.

No me prestaba la menor atención. Me dio la espalda y se quedó contemplando una puesta de sol sobre­natural mientras yo corría al teléfono del coche para llamar a Carmina. Las som­bras se cernían sobre Port Lligat dejando una hendija de luz que rozaba el mar e iluminaba direc­tamente la figura del trastornado. Temí no estar allí en realidad, temí que fuéramos actores; aho­ra tocaba enfo­car al protagonista, solo en escena, desde el vomitorio del más allá.

Hablé con la Esposa lactescen­te, que estaba al tanto de todo y le parecía muy bien. A ella no le había podido afectar el viento del Ampur­dán porque no se había movido de Barcelona.

A la vuelta conduje yo. Puse Scarlatti. Únicamen­te rompí la paz hipnótica de la autopista una vez, en un último intento de salvar el prestigio y el patrimonio de mi amigo:

— Te has endeudado hasta las cejas para comprar la agencia. Cuando nadie daba un duro por ti, has ganado una cuenta que puede hacerte rico de por vida. ¿Vas a arrojarlo todo por la borda?

— Alcázar, llevas años denunciando la miseria intelectual del corrincho publicitario, en expresión tuya. Me entristecería saber que en el fondo compartes sus puntos de vista.

Por toda respuesta, apreté el botón del volumen y nos sumergimos en la sonata en do menor. A la altura de Sant Celoni me sorprendí en un estado próximo al del rezo. Estaba agradeciendo a la Providencia que hubiera puesto a Joaquín Antúnez en mi camino. Por medio­cre que fuera el futuro que nos esperaba, y aunque los veranos venideros quisieran seguir engañándo­nos con vanas promesas de luces de agosto y de baladas, por mucho que tuviéramos que seguir codeándonos con haraganes encorbatados, jamás olvida­ríamos la decisión de Port Lligat. Yo no albergaba ninguna esperanza por lo que hacía a su viaje del día siguiente, pero estaba dispuesto a defenderle en mis artículos como el único espíritu grande de aquel zoo del que yo, a fin de cuen­tas, no podía salir y del que él estaba a punto de escapar para siem­pre. Lo dejé en Diagonal con Aribau.

— ¿Sabes, Joaquín? Si lo aceptan será maravilloso y espectacular. Si no lo aceptan será maravilloso y espectacular.

— Sabía que lo comprenderías.