En pocas semanas todo cambiará en Cuba para que todo, precisamente, siga igual. Por primera vez desde 1959, no habrá un Castro dirigiendo el país. O tal vez sí, quién sabe; aunque si ocurre, nunca lo sabremos. Pero eso, lejos de lo que cabría imaginar, semejante circunstancia, del todo histórica, apenas resultará relevante.

Mis padres abandonaron la isla en 1963 porque Fidel la convirtió en un lugar siniestro; por eso yo no nací allí. Sin un Gobierno comunista, mi madre nunca hubiera dejado la patria donde fue feliz, o casi feliz, durante algo más de dos décadas. Mi padre nunca se habría marchado, tampoco, del lugar que le brindó la oportunidad de dejar atrás la triste posguerra del Órbigo leonés e iniciarse en el mundo empresarial; el lugar que le invitó a sentirse un cubano más.

Pero bajaron los barbudos de las montañas de Sierra Maestra y conquistaron el país. Tampoco era tan difícil: sobre todo, porque nadie quería a Batista. Lo que nadie sospechaba en 1959 es que lo que venía, arropado con hermosas palabras y esperanzadores gestos era peor, mucho peor, que lo que ya había. Lo que nadie intuyó entonces era que el régimen comunista iba a durar más de medio siglo. Lo que nunca imaginó nadie es que el régimen castrista iba a perdurar más allá de la vigencia de los propios Castro.

En los años 50 del siglo pasado, a pesar del dictador, Cuba era un país avanzado y moderno en el que se podía vivir. En las décadas posteriores, la hermosa isla caribeña pasó a ser, gracias a los dictadores del mismo apellido, un lugar único en el mundo: un paraíso mohoso y obsoleto en el que apenas se puede subsistir. Sin embargo, muertos ya hace mucho el Ché -quizá el político con mejor márquetin de la Historia- y Camilo Cienfuegos -¿de verdad fue fortuita su desaparición?-, inanimado también Fidel a pesar de la nostalgia de unos pocos y retirado a partir del próximo 19 de abril Raúl, el sistema persiste.

El secuestro de las libertades de 11 millones de ciudadanos continuará, al menos, un tiempito más. A mi padre siempre le sorprendió que los cubanos no se levantaran contra el dictador. Le asombraba que no lo hicieran ni cuando las cosas iban mal ni, tampoco, cuando fueron peor. Seguramente, seguirá, en su tumba madrileña que ya cumplió 20 años, asombrándose de que, incluso desaparecidos los causantes de una de las revoluciones más perversas del siglo pasado, la mayoría de los cubanos aún ofrezca su cobarde aquiescencia a la permanencia del Castrismo sin los Castro.

Los ciudadanos siguen con su alegría de siempre -con eso ni la Revolución pudo-, inventando para seguir viviendo cada día, pero sin enfrentarse al verdadero dilema: ¿cuándo lucharán para que exista una democracia moderna, revitalizadora, multipartidista y seria en su país?

Hace ya casi dos años de la visita de Barack Obama a La Habana. Hace ya casi año y medio de la muerte de Fidel. Hace 38 años del éxodo de los marielitos. Hace 57 de Bahía de Cochinos. Hace ya casi 60 años de aquellas fotos en blanco y negro de los barbudos entrando en La Habana. Hace ya demasiado tiempo de todo esto.

Miguel Díaz-Canel, el vicepresidente oficialista, pronto se convertirá en el nuevo presidente cubano. Pero el Partido Comunista de Cuba seguirá al mando, y el socialismo como lo entendió la Revolución seguirá vigente.

No, mis padres nunca se hubieran ido de Cuba si ese país, en los 60, hubiera sido un lugar en el que se pudiera vivir en libertad, y donde se pudiera luchar por el progreso. No lo fue. No lo ha sido desde entonces. Y, si la Virgen de la Caridad del Cobre no lo remedia con alguno de sus milagros, la isla seguirá siendo, después de los Castro, el mismo edén imposible del que tuvieron que huir mis padres, y tantos cientos de miles de personas.

El próximo 19 de abril Raúl se bajará del poder, al menos del oficial. Y habrá una nueva oportunidad para que la Perla del Caribe, tan sombría y gastada ya, recupere una parte de su esplendor. Casi con certeza, será otra ocasión de cambio dilapidada.

A mi madre, nacida en La Maya pero guantanamera, le hubiera gustado sobrevivir a Fidel, a Raúl, a la Revolución. No lo consiguió. Nunca volvió a Cuba. A mi padre, leonés y luego cubano, y también madrileño y después vallisoletano, le hubiera fascinado vivir la caída del régimen que le quitó lo poco que tenía en el Oriente de aquella isla lejana de mediados del último siglo. Tampoco tuvo esa fortuna.

Mis padres no saben que hace ya 59 años del 59 y que, increíblemente, todo sigue igual. Mejor; mucho mejor así.