Aprendí el nombre del barrio con el chotis de Lara. No sabía lo que era Lavapiés, pero me sonaba a aventura y esperanza, un lugar luminoso donde ser reina por un día. Cuando me mudé a Madrid, Madrid, Madrid me fui a ver de cerca el Lavapiés de la canción, y me encontré con el barrio castizo y las tascas de Mesón de Paredes, la promesa cercana del Rastro, las casas de vecinos, y la emperatriz de Lavapiés lo mismo podía ser una anciana en boatiné que cualquiera de las inmigrantes que empezaban a asentarse en el barrio.

Lavapiés creció bien, y yo sigo recordando el chotis cuando paseo por sus calles, buscando un nuevo restaurante indio con el curry más picante todavía, saliendo de una función en el teatro Kamikaze o tomando un café con tarta y libros en Swinton and Grant. Lavapiés, donde se han instalado extranjeros de noventa nacionalidades, todos con sus aparejos, sus costumbres, sus colores, es una muestra del melting pot que ya quisieran en Williamsburgh. No es la Arcadia, desde luego, pero sí un barrio curioso, con tiendas antiguas y modernas, bares hípster conviviendo con tabernas, artistas emergentes que sueñan en Doctor Fourquet, viejos que han nacido en el barrio y jóvenes que hacen su mudanza con muebles reciclados.

No es un barrio tranquilo, no es un barrio perfecto. Pero tampoco es el infierno que pintan ni el caos en el que lo convirtió la irresponsabilidad de unos cuantos después de la muerte de un vecino. Una muerte cuya única relación con la policía fue que unos municipales estuvieron cuarenta minutos disputándole la vida de un hombre. Ganó la parca, y llegó la guerra de guerrillas, los gritos de venganza alentados insensatamente por representantes públicos que hablaban de la malvada policía provocando un infarto a un mantero.

“Víctima del capitalismo”, escribían los muy irresponsables. No es difícil montar una intifada en un barrio donde el ayuntamiento ha dado alas a los okupas y mira a los antisistema con una sonrisa de simpatía, “ay, estos chicos”. Muchos de los que el jueves tomaron Lavapiés ni conocen el barrio. Los detenidos por los desórdenes no son inmigrantes machacados por la marginación, sino españoles con los papeles en regla, que andan a la rapiña de una disculpa para sembrar el desconcierto y el pánico. Y el jueves se la dieron unos insensatos que cobran del dinero público.

Los vecinos se despertaron el sábado con un barrio en tensa calma, las calles salpicadas de agujeros de adoquines, achicharrados los árboles que esperaban la primavera. Se durmieron estos días con un estrépito de lunas rotas y gritos desabridos, oliendo al humo negro de los contenedores en llamas. No hay justificación alguna para los disturbios. Que me expliquen la relación entre protestar por la muerte de un hombre y arrasar un barrio. Resulta que en esas calles vive gente. Gente corriente que quiere estar tranquila. Niños que aspiran a jugar en la plaza. Autónomos que se han hipotecado para abrir pequeños negocios y estos días no hacen caja. Viejitos asustados por la violencia de los que recorrían el barrio reventando los parabrisas de los coches. Coches que no eran de políticos ni de oligarcas: eran los coches comprados a plazos de la gente de Lavapiés.

Ellos son las víctimas de todo este tinglado, de la poca sesera de los regidores municipales, de la insensatez de unos líderes que pretenden conservar el poder lanzándonos a unos contra otros. Y entre los que pagan las consecuencias del desastre hay blancos, negros, orientales, hombres y mujeres con pasaportes de decenas de países, viejos y niños, empleados y autónomos, parados y estudiantes, pobres y menos pobres. Gente de barrio que ve como siembran la cizaña entre sus gentes y el purgatorio en sus calles mientras la emperatriz de Lavapiés llora porque le han roto el escaparate de la tienda y se esconde por miedo a llevarse una pedrada.

Enhorabuena a los organizadores de este sindiós. Habéis triunfado.