Hubo un tiempo en el que quedábamos a tal hora en tal sitio, en el que poníamos el compromiso en la puerta de los recreativos y en el que, de un modo natural, nos escribíamos notas. Y como acto reflejo, si no llegaba el amigo, te ibas a la hora acordada y dejabas la señal a alguien: dile que nos hemos marchado. Y punto. Eran cenas sin móvil en la mesa y sin más despistes que el atractivo de alguien del mismo local que podía enamorarte o salvarte la madrugada. Esa mirada que despista, ese titubeo que avecina tormenta o esa posibilidad de vete a saber qué. Oh, la noche.

Ahora, cuando alguien queda contigo puede retrasarse o cambiar la hora y el lugar con dos palabras de Whatsapp. Para lo bueno y para lo malo, en la salud y en la enfermedad, como en las bodas religiosas. La cosa es que restamos complicidad a la realidad. O la cambiamos. En fin. Oh, las tecnologías.

Somos hijos del tiempo y de nuestro tiempo. Ya he escrito columnas de eso. Y sí, lo siento, alguna manía le estoy cogiendo al aparatito que vuelvo erre que erre al asunto. No tengo medicación para mis manías. Tal vez, la escritura.

Pero lo que mastico hoy es cómo se modifica la distancia con la vía tecno. Las amistades parece que lo son porque de vez en cuando te cruzas cuatro fotos y algún cómo-te-va como quien da de comer a los peces. La palabrería es bien común. Nos asusta estar solos pero lo fomentamos con citas virtuales, amistades virtuales y charlas virtuales. Es la sociedad del whatsapp y etcéteras. El concepto de amistad se ha adulterado con garrafón. Oh, mentiras 4G.

Sin embargo, un día surge la alegría en medio de tanto imput, bits, wifis y coberturas. Resulta que escribo esto después de ver a una amiga a la que no veía desde hace cinco años. Esta vida rápida nos pone a prueba y el mismo móvil que te acerca, te separa. Crees que te ves, que sabes de su vida por instagram y de sus opiniones por Twitter. Y así, como quien no quiere la cosa, han pasado cinco años. ¡Cinco años de hipoteca y ausencia, con sus cinco navidades y sus cinco veranos!

Raquel y yo nos hemos vuelto a encontrar en la calle, mediante Whatsapp, eso sí. “Estoy nerviosa. Qué ganas de volverte a ver”, me puso cinco minutos antes de abrir los ojos y… los brazos. Nos quedamos así, pegados, fundidos, oliéndonos, reconociendo las formas, tocando realidad, sonriendo, atropellando palabras y mezclando conversaciones. Poniendo la vida en ebullición y los contadores a cero. Kilometrajes cruzados. Depósitos llenos, vacíos, llenos de nuevo. Era imposible hablar sin cruzar temas, sin sorprenderse, sin volver al asunto anterior. Pero, ¿de verdad saliste con un chino? ¡Qué maravilla! ¿Cómo te fue con aquella canción? ¿Tanto? Y Barcelona, ¿qué tal? No te creo que mintieras en aquel primer trabajo. ¿Fingiste? Brindo por todo. La vida negociable, como el libro de Landero. Qué bien que sea París.

Entre vasos de vino y risas de muchos grados de la zona del Ródano volvimos a ser nosotros. No los de la red, no los de la foto fría, ni los del mensaje de cariño constante. Volvimos a estar. A matizar, a comprender, a sorprender. Era la vida, leche. La vida. La de verdad. La que me gusta. Donde se pongan dos copas de tinto que se quiten los emojis.

Ni se te ocurra volver a tardar tanto. No pienses; actúa. Y oí cómo Raquel se alejaba fieramente, sus pasos de tacón sonando por la acera, pegada a la fachada oscura, como la calle oscura, y allí me quedé un rato mirando su figura y lo que acababa de ocurrir. Y era extraño, porque, achispado de anécdotas y de vino, feliz como estaba, no me di cuenta de que había empezado a llover. Qué más da, pensé. Calado de realidad.