El viernes por la tarde, las redes sociales se llenaron de pececitos. Peces de colores, peces de dibujos animados, peces bonitos y feúchos, pintados con mejor o peor tino, copiados de una web, fotografiados. Eran peces por Gabriel, el niño de Níjar al que quería encontrar España entera. Y como no todos podíamos irnos a peinar los montes cercanos al lugar de su desaparición, buscamos para él pescados de colores para decirle que le queríamos de vuelta cuanto antes.

Era una forma de sentir que estábamos haciendo algo, aunque fuese tan modesto como pintar un pez a rayas y ponerle un hashtag. No habían pasado ni dos días cuando la Guardia Civil, implacable e impecable como siempre en su labor de rastreo, encontraba el cuerpo sin vida de Gabriel en el maletero de un coche. La prudencia aconseja callar, de momento. Esperar un poco para sacar todas las conclusiones. Porque lo terrible es que Gabriel está muerto, y que quizá ya lo estaba mientras usted, y yo, y tanta gente desconocida, buscábamos en la web un pescadito lo más resultón posible, por si acaso Gabriel volvía a casa y su madre podía pasarse días enteros enseñándole que todos los españoles nos habíamos ido de pesca por él, un niño al que no conocíamos más allá de la foto que nos enseñaba el telediario.

No soy capaz de imaginar lo que hoy sienten los que querían a Gabriel, porque yo, que sólo sé de él que tenía ocho años y una sonrisa traviesa, estoy desolada. La muerte de un niño es algo que abarca todos los límites del dolor. Pero el saber que ha sido asesinado multiplica hasta el infinito el espanto y la pena.

Los niños son, con mucho, la eslabón más frágil de esa cadena que llamamos sociedad. Están mucho más indefensos que cualquier adulto, y sus recursos para enfrentarse al abuso son mínimos en comparación con los que tenemos los mayores. Y me pregunto si de verdad estamos preparados para proteger a los niños. Para escuchar sus llamadas de socorro. Para descifrar las señales de auxilio que, a veces tan débilmente, lanzan los niños que tienen problemas.

No sé si Gabriel era un niño completamente feliz o si, antes de ser asesinado, emitió alguna de esas señales que nadie supo entender, ni siquiera aquellos que le amaban profundamente y hoy tienen el alma partida en dos. Lo que sé es que hoy Gabriel está muerto, y que todo lo que yo pude hacer por él fue tuitear un pez de color rojo y decirle que esperaba su vuelta. Qué impotencia. Qué tristeza. Descansa en paz, Gabriel.