El 8 de marzo, huelga, si eres mujer. Paro en el trabajo, en los cuidados a los demás, en el consumo, en la enseñanza. En todas partes. La idea es parar el mundo, si eres mujer, para demostrar que las mujeres pueden parar el mundo, si quieren. Y quieren. Y, seguro, pueden.

Esta huelga convocada en más de 70 países llega en tiempos tan convulsos y necesarios de lucha femenina por la igualdad que hasta algunas políticas asumen la extravagancia de pelearse para que se les llame portavozas, como si eso fuera importante, o correcto. Como si semejante ocurrencia fuera a ayudar a su causa, en vez de entorpecerla.

Este 8 de marzo llega en un momento en el que se debe combatir la brecha salarial a favor del hombre en el trabajo; en el que se debe pedir facilidades para la conciliación laboral y familiar; en el que se debe de exigir que haya más mujeres en puestos de responsabilidad.

Estamos, sin duda, lejos de conseguir algo que se parezca lo suficiente a la equivalencia de oportunidades para hombres y mujeres en multitud de circunstancias. Pero hay que recordar que hubo otro tiempo, no tan lejano, en el que a las mujeres no se les dejaba ser quienes eran. En el que la lucha tenía otras aspiraciones mucho más sencillas e imprescindibles, porque el infinito machista lo abarcaba todo.

Hubo quien luchó contra semejante injusticia con toda su fiereza en un período y un lugar en el que eso parecía imposible. Pocos, muy pocos, hicieron tanto por una España más igualitaria en cuanto a género, y contra la violencia de algunos hombres contra sus parejas, como Ana María Pérez del Campo. Su valiente lucha durante la dictadura y la transición se reconoce ahora con la notoriedad que merece al mostrarse, refulgente, en el libro que publica en los próximos días la periodista Charo Nogueira, y que se presentará en la Universidad Rey Juan Carlos el próximo martes día 6.

La lucha de la mujer, tan necesaria, también es la lucha por ser quien se es. Aunque se sea extraño, o insólito. O disfuncional, incluso, si alguien te analiza desde una perspectiva trivial. Miriam Marcet se faja estos días en un escenario madrileño por ser quien es, una mujer atrapada en un cuerpo masculino. En La piel escrita, de Manel Dueso, la actriz ambiciona aceptar su identidad –algo a menudo difícil, incluso en condiciones convencionales-, para poder ser ella misma, aún en el cuerpo de él.

Aceptar ser quien eres, especialmente cuando no quieres ser quien eres, se puede convertir en todo un reto de extrema dificultad. Wayne Liquorman lo afrontó, y lo

resolvió con brillantez en su Aceptación de lo que es. Así pudo entenderse del todo, y entenderlo todo. Solo así, como explica este discípulo del maestro indio Ramesh Balsekar, se obtiene paz y quietud.

La semana próxima los colectivos de mujeres feministas y otros muchos quieren, en particular ese día 8, todo lo contrario de lo que buscaba para sí cada instante el sabio de Bombay: ruido, calles llenas de manifestantes, universidades vacías y delantales en el balcón.

Las mujeres continúan lejos de la igualdad, pero quizá estos días llenos de visibilidad y de conciencia al respecto contribuyan a situarlas mucho más cerca del lugar que les corresponde, ese que les permite, si quieren, parar el mundo.