Cada vez que veo imágenes de Siria siento un desprecio absoluto por el lado oscuro del ser humano y por todo aquello que éste es capaz de hacer una vez sumergido en él. Recuerdo cuando estuve en este país ahora masacrado y la vida era algo valioso, cuando la gente miraba adelante, paseabas por el mercado y los más pequeños corrían y reían a tu alrededor. Tengo en mi memoria –como si hubiera pateado ayer mismo sus caminos– la mezquita de los Omeya y el zoco de Damasco; los templos de Baal-Shamin y de Bel, la Gran Columnata, el Arco del Triunfo y el Anfiteatro de Palmira, la imborrable Palmira; el teatro romano de Bosra, la ciudad amurallada de Rusafa o las casas colgantes de Maalula.

Pero no es la destrucción de sus piedras, históricas, milenarias y únicas, lo que ahora me enfurece, sino la aniquilación de sus mujeres, hombres, niños y bebés que día tras día van desapareciendo de la faz de la tierra ante la brutalidad sin límite de sus asesinos y el pasotismo del resto.

Bebés como el que este lunes mostraban algunos medios de comunicación y que no se va de mis ojos. Menudo y amortajado, con su carita redondita, arrinconado en el sucio suelo del hospital de Douma junto a una gran mancha de sangre, solo y dejado de la mano de Dios, si es que Dios tiene manos. Parecía dormido pero estaba muerto. Y es seguro que se fue de esta vida sin los abrazos necesarios, sin los besos deseados, sin haber esbozado tan siquiera ni una leve sonrisa a lo largo de su corta y miserable existencia. No sé de qué murió pero sí que desde el mismo momento en el que lo hizo pasó a formar parte de una estadística que debería abochornarnos y que sin embargo parece resbalarnos.

Tengo en mi retina un sinfín de imágenes que no me gustaría haber visto pero que no logro olvidar. Y en esta colección no sólo están aquellos que ya no volverán a abrir los ojos, sino también los otros, aquellos que ya están muertos pero todavía no lo saben; aquellos que aún nos miran pidiendo auxilio pero que dejarán de hacerlo dentro de un día, de dos, de tres, la semana que viene o el mes siguiente… Todos aquellos que ya no volverán a estar delante de la cámara cuando el fotógrafo de turno vuelva a pasar otra vez por ahí. Siempre recuerdo sus caras, sus miradas perdidas, su pavor, el espanto que destella en sus ojos, la súplica que deprenden, la falta de esperanza que destilan, el saber, pese a su corta edad, que sólo les puede pasar lo peor.

La rabia me recorre de arriba abajo y siento una enorme pena por lo bajo que hemos caído, por aquello en lo que nos hemos convertido. Permanecemos impasibles ante el dolor ajeno, ante la barbarie –más de 500 personas aniquiladas durante los bombardeos de la pasada semana en Siria–, ante este o cualquier otro exterminio televisado en prime time que no parece afectar en demasía a quienes estamos a este lado de la pantalla. Nos hemos acostumbrado a ver la desgracia en diferido, muy lejos de nuestra buena vida… quizá porque muertes como la del bebé del hospital de Douma no dejan de ser una simple imagen que se olvida o un vídeo que nos negamos a ver para que no envenene nuestros sueños.