Francisco Granados fue este pasado lunes a prestar declaración en la Audiencia Nacional con la única intención de disparar contra Cristina Cifuentes.

Lo otro fueron fuegos de artificio, humo de camuflaje. Es verdad que Granados quería sangre y rematar sin piedad a Esperanza Aguirre e Ignacio González, pero eso era fácil, tan sencillo como pegarle a un borracho que se tambalea, como dice un buen amigo mío. Su principal objetivo fue centrar el foco en Cristina Cifuentes. Aquellos son historia, cadáveres poco ilustres que ya no cuentan salvo en los juzgados y en las páginas de sucesos y a los que la realidad ha acabado arrastrando a los lodazales del partido conservador. Pero el ataque a la actual presidenta de la Comunidad de Madrid es caza mayor porque la también responsable del PP en la región forma parte activa del escaso presente y quién sabe si también del futuro, aunque sea incierto, de la formación que todavía lidera Mariano Rajoy.

Dispararle a ella es disparar al partido, a la línea de flotación de unas siglas que ya hacen agua por demasiados agujeros y a las que unas vías más pueden llevarlas al fondo. Disparar sobre Aguirre y González es gastar munición en quien ya está muerto; hacerlo sobre Cifuentes es atacar a uno de los pocos pesos pesados de un partido que aunque moribundo –enfermo preterminal que se está quedando sin oxígeno a pasos agigantados– sigue estando en el poder. Y de paso golpear, para alegría de otros/as aspirantes, contra quien quiere estar ahí cuando se hable de la sustitución del insustituible. Granados sabía que si no quería quedarse en un simple Ricardo Costa a la madrileña debía apuntar alto, a alguien todavía vivo. Y así lo hizo.

Era de dominio público que las campañas electorales de Esperanza Aguirre en 2007 y 2011 estaban fuertemente dopadas. También era sabido que Ignacio González manejaba pasta en b, en c y así hasta la z, y que colocaba cinco carteles de su jefa por cada uno de Alberto Ruiz-Gallardón para desesperación de Manolo Cobo, jefe de campaña del entonces aspirante a la Alcaldía de la capital. Aspiraba Aguirre -y para ello todos los carteles eran pocos- a convertirse en la política del PP más votada de la historia en Madrid, por encima de Gallardón y, por supuesto, de Rajoy.

Que la sombra alargada de la corrupción planeaba aquellos años sobre el PP madrileño, y por ende sobre la Comunidad que gobernaban, ya no es un misterio para nadie. Y ahí están Púnica y Lezo. Que González hacía y deshacía lo que le venía en gana tanto en la segunda planta de Génova como en el Palacio de Correos de la Puerta del Sol y que Aguirre miraba para otra parte, tampoco.

Sin embargo, con la aparición en escena de Cristina Cifuentes, pretende Granados modificar el dibujo de aquellos años, convertirla en el objetivo a batir; olvidarse de los muertos pero intentar enterrar a quien sigue viva. Sostiene el ahora denunciante, por el momento sin prueba alguna que lo ratifique, que el poder de la hoy presidenta autonómica era equivalente al de González, que también hacía y deshacía a su antojo, que mandaba un huevo y que igualmente contribuyó a adulterar con dinero negro extra las campañas electorales de 2007 y 2011 en favor de Aguirre.

Hasta aquí todo más o menos lógico dentro del derecho a disparar a diestro y siniestro que todo acusado tiene. Y Francisco Granados está acusado de mucho y de mucho debe defenderse. Y no coincido, además, con aquellos que señalan que no se puede hacer caso de un delincuente porque al final son los delincuentes, o presuntos delincuentes, los que más saben de otros delincuentes, o presuntos delincuentes. O lo que es igual: no hay nada como un corrupto, o presunto corrupto, para destapar las corruptelas de otros, presuntos o no. La Policía utiliza los chivatazos de asesinos y ladrones para atrapar asesinos y ladrones y la Fiscalía a políticos bajo sospecha para cazar a otros de la misma especie. Así ha sido siempre y así seguirá siendo.

Hasta aquí, insisto, todo ajustado a derecho a la hora de poner el ventilador en marcha en defensa propia. Y que cada palo aguante su vela. La bazofia vino a continuación. Y no fue casualidad que Granados, listo como pocos, hablara de la relación sentimental de González y Cifuentes. Es más, éste y sólo éste era el mensaje que quería dejar en su comparecencia del lunes en sede judicial. Fue un comentario sexista y machista –contra el que ninguna asociación feminista, por cierto, ha levantado la voz– pues dejaba entrever que la valía política de Cifuentes y el poder que según él atesoraba aquellos años estaba basado únicamente en su relación sentimental, y que dicha valía y poder se evaporó cuando acabó dicha relación.

Granados sabe muy bien que contra esto no hay defensa posible. Que ninguno de los dos protagonistas se va a dar por aludido, pero que la bicha –y el lío– quedará en Google por los siglos de los siglos. Y sabe también que con toda seguridad Cristina Cifuentes jamás será condenada –e intuyo que ni imputada– por la corrupción de la que ahora le acusa, pero que de la relación sentimental siempre será culpable en la pena del Telediario.

Cifuentes, a la que hace muy poco Mauricio Casals y Francisco Marhuenda calificaron de "puta" y "zorra" sin que tampoco nadie dijera ni mu, sabe desde hace demasiado tiempo que siempre tiene que hacer el doble del camino que los demás para llegar al menos hasta la mitad del mismo. Objetivo, por cierto, que sin embargo muy pocos logran alcanzar.