El teléfono móvil se ha convertido en mi mayor enemigo. Le detesto con las mismas fuerzas con las que espero que se ilumine la pantalla. Ring. Llamada. Bip. Mensaje. Así todo el rato. Y me muevo como loco en busca del aparatito que se ha escondido voluntariamente por el hueco de los cojines del sofá. Bip. Dejo el vaso de leche en la mesa y me urge saber qué cuenta mi móvil. Cuando vuelvo, se ha enfriado. Bip. Me giro en la cama y lo cojo de la mesilla para ver qué me cuenta. Resultado: vuelvo a desvelarme en una ruta sinuosa por las redes y los senderos de mensajes. De WhatsApp a Instagram, de Twitter al correo electrónico, pasando por Facebook y por la web de un diario. Bip. Bip. Bip. Ojos como platos.

Las personas que vivimos solas vivimos en un permanente estado de alerta. Nuestra mente viaja siempre a otros lugares, a otras personas, a otras inquietudes. Los ansiosos patológicos estamos llenos de miedos. Mis miedos se resumen en: que pase algo más allá de mi casa y no puedan avisarme. Por eso no lo desconecto. Por eso no me desconecto.

En las últimas semanas he leído artículos sobre la adicción al móvil, concretamente sobre cómo se puede uno desintoxicar de la constante presencia del aparatito pegado al pulgar. Pulgar que me duele, por cierto. Me sorprende la cantidad de enlaces y textos que explican el asunto. El artículo que más me ha interesado habla de la supuesta nomofobia, un concepto acuñado para explicar el terror a dejarnos el móvil en casa. No es un trastorno real, no es una adicción. Es un mal hábito. No es el móvil, sino lo que hacemos con él. El motivo del que hablan es la dopamina y la búsqueda de estímulos. De la misma manera que impulsa a consumir novedades, la dopamina nos impulsa a aprender o a adaptarnos a los cambios.

Plenas son las palabras que he leído sobre el asunto. Mucho sentido común. Pero el asunto vibraba en la mesa con excitación y alevosía. ¿Qué hacer?

Todo eso se acentuó furiosamente en la visita a una casa rural. Quería celebrar el cumpleaños entre amigos y con el relajo del campo. Mientras subíamos las escaleras nos fuimos encontrando con la belleza del lugar. Un salón precioso, con dimensiones grandes, vistas espectaculares y chimenea encendida. Todo respiraba paz y buen rollo. No creo que exista mejor opción para celebrar la vida, pensé. Amigos y destino perfecto. Al cabo de unos minutos llegó el desconcierto como si fuera un sacerdote entrando en la sala con la extremaunción. No había cobertura. ¡Caos! Nos creemos que todo el mapa está conectado por antenas. Y no. Pero lo que era un drama del primer mundo, mutó en felicidad. Dejamos los móviles en el único rincón con señal y encendimos las velas de la tarta de cumpleaños. Nos fuimos pasando las copas, charlando sobre las cosas que uno se pierde cuando está excesivamente conectado a lo estéril, y decidimos jugar.