Regreso del teatro, de ver Óscar o la felicidad de existir, en la sala Arapiles, un espacio diminuto del barrio de Chamberí, dentro del muy loable circuito off de la cartelera madrileña. El texto -bellísimo- de Eric Emmanuel Schmitt es interpretado por la actriz Yolanda Ulloa, que se convierte en once personajes distintos para llevar al espectador a la risa, las lágrimas y la emoción. Dirige su trabajo Juan Carlos Pérez de la Fuente. A cualquiera que le guste el teatro le suena su nombre: dirigió el Centro Dramático Nacional, y fue el responsable del Teatro Español hasta que Manuela Carmena se lo cargó: Pérez de la Fuente arrastraba el pecado original de haber sido elegido en concurso público en la época de Ana Botella. Esto fue suficiente para que Celia Mayer lo pusiese en el punto de mira. No importaba su experiencia, su prestigio como director y productor, el acierto con el que estaba dirigiendo las salas de santa Ana y las de Matadero: había que cargárselo. Y así lo hicieron, después de someter a un profesional intachable -y, sobre todo, a un trabajador y a una persona- a un rosario de desplantes que habría minado la moral del más templado.

Casi dos años después, las salas de Matadero agonizan de desprestigio y la programación de los teatros municipales está presidida por la incoherencia y el desánimo. Conozco a Pérez de la Fuente, y lo acontecido le dolió lo indecible, en lo profesional y en lo humano: “¿por qué me hacen esto?”, me dijo un día, tras contarme que desde el ayuntamiento le habían prohibido participar en una rueda de prensa. No contesté: sólo habría podido decirle lo que ya sabía: que además de despedirle querían humillarle. Para Mayer (y para Carmena, que es su jefa), Pérez era un facha peligroso al que había que sacar del Español y de sus cabales. No importaba que programase a Max Aub o a Arrabal, o que hubiese dirigido a todo un elenco de actores que se confiesan votantes de Podemos y sus esquinas. Tenía las bendiciones del PP, y eso era suficiente para organizar una de esas purgas que sólo se le toleran a la izquierda.

Tras su despido, por el que tuvo que ser indemnizado, Pérez de la Fuente pensó en marcharse al extranjero, pero un padre mayor y enfermo es lastre suficiente para un hijo único. Tras unos meses difíciles, Pérez ha vuelto. Lo hace en una sala modesta, con una obra emotiva y una sola actriz en escena. Si quieren hacerse un favor, vayan a ver Óscar o la felicidad de existir. Y luego piensen que el hombre que dirige esa delicia podría estar gestionando el teatro público de Madrid si no lo hubiesen echado a patadas los del cambio, las sonrisas, la alegría y los coros y danzas.