Una sombra indeleble de superstición y estupidez une a los ejecutivos que consumen agua y leche cruda -sin tratar ni pasteurizar- en Silicon Valley con los chamanes y los brujos de las tribus prehistóricas.

También con los luditas que quemaban los telares en los albores de la Revolución Industrial y con los aborígenes que deforestaron la Isla de Pascua en una huida ciega hacia su propia aniquilación, por citar dos hechos históricos dispares de sobra conocidos.

El pensamiento mágico se confirma como el rasgo diferencial del hombre desde las culturas ágrafas a los núcleos civilizatorios más punteros de la globalización. Sólo puede deducirse que la imbecilidad es nuestra pauta identitaria por delante de otros usos y costumbres genuinamente humanos.

Ni el lenguaje, ni la sexualidad no reproductiva, ni el consumo de drogas -por citar tres características universales- son privativas del homo sapiens. Sí la estulticia y la crueldad -su prima hermana fronteriza- como oscuras pasiones recurrentes.

El problema adquiere visos inquietantes cuando, por comprender cómo es posible que sucedan este tipo de cosas; cómo es posible que hombres y mujeres educados en la élite del desarrollo tecnológico paguen seis dólares por un litro de agua sin tratar; o cómo es posible que se amorren a las ubres de una cabra o una vaca no sólo sin temor a pillar unas fiebres maltas, sino confiados en sus beneficios naturales, concluimos cuántas y qué incesantes y transversales son las pruebas y muestras de necedad humanas.

Crudistas, orinoterapeutas, armonistas, espiritistas, nigromantes… los ejemplos de prácticas absurdas o perniciosas son innumerables por más que caigamos en la tentación de pensar que la educación y el desarrollo son antídotos naturales contra las supercherías.

A más nivel formativo se presume una mayor aversión al pensamiento mágico. Pero sobran ejemplos de que ni una mayor instrucción ni un mayor nivel de renta, por citar dos parámetros de desarrollo, nos salvaguardan de la hechicería en cualquiera de sus manifestaciones.

Por eso casi cien años después de la penicilina sigue habiendo padres que no vacunan a sus bebés. Y por eso un genio de nuestro tiempo como Steve Jobs se abrazó a la homeopatía para tratarse el cáncer que se lo llevó a la tumba. La estupidez no nos hace libres, nos hace humanos. Y no es privativa de pobres e ignaros, por lo que se ve.