En pleno bluemonday, la suprema tontería que dice que este es el día más triste del año, quiero hablarles de Manupi. Le conocí a finales de los noventa, cuando éramos muy jóvenes. Alguien me había contado que padecía tumores cerebrales que requerían de complicadas intervenciones quirúrgicas.

Cada dos o tres años, Manupi tenía que pasar por el quirófano para que le abriesen el cráneo, y por eso tenía la cabeza surcada de cicatrices malamente ocultas bajo una peluca que amenazaba con quitarse cuando tenía calor. Apenas hablaba de su enfermedad, pero se refería a sus visitas al neurólogo como hablan otros de las citas con el dentista.

Me cautivó su buen humor, su bondad natural, su talento –tenía una sólida carrera como diseñador gráfico– pero, sobre todo, la naturalidad con la que asumía su condición de enfermo crónico, durísima para un chaval de veinticinco años condenado a entrar y salir del hospital bajo la espada de Damocles de una enfermedad rara.

Nunca le escuché quejarse de su suerte, y eso que durante una época hablábamos de casi todo: del trabajo, del amor, del futuro. Nunca de la muerte, aunque él sabía que estaba ahí, rondándole, y por eso se bebía la vida a sorbos largos, paladeando cada momento de alegría, de esperanza, de triunfo.

Estaba con Manupi cuando supimos que habían matado a Miguel Ángel Blanco. Íbamos de camino a una playa perdida. Recuerdo el gesto de dolor que se pintó en el rostro de aquel niño grande, y creo que fue la única vez que lo vi triste.

Manupi murió ayer, a los 42 años, después de una vida que muchos calificarían de insoportable menos él: se negaba a jugar con las cartas que le habían tocado. Estaba enfermo, pero no era un enfermo. Podía morir pronto, pero no quería vivir arrastrando los pies. Era más que un luchador: era un resistente. Y se reía de cosas como el bluemonday, la depresión posvacacional y todas las mandangas que pretenden convertirnos en estúpidos marcados por boberías posmodernas.

Dediquen hoy unos minutos a pensar en una persona excepcional. Y si quieren brindar un homenaje a Manupi, háganse el propósito de parecerse un poco a él, de ser algo más optimistas, de aprovechar cada uno de los regalos que les hace la vida.

Sean más conscientes de lo que tienen. Llamen a un amigo al que hace tiempo que no ven, tengan una charla con su padre, o con su hermano, o con su hijo. Cómanse un pedazo de chocolate cerrando los ojos, abran esa botella de vino que reservan para un día especial y compártanla con alguien a quien aprecien. Planeen ese viaje que siempre están aplazando. Piensen en cualquier persona a la que echarían de menos si la perdiesen para siempre y díganle que la quieren.

Oblíguense a reflexionar sobre las cosas que importan, hagan esfuerzos para no amargarse por tonterías, por las notas del niño, por los kilos de más, por el jefe exigente o el compañero pesado, por el ascensor que no funciona o el café que le han servido frío: no pensarían en ninguna de esas cosas en el momento de su muerte. Cada segundo dedicado a aquello que no merece la pena supone perder una preciosa porción de tiempo. Una ocasión de ser dichoso.

La última vez que vi a Manupi llevaba una botella de oxígeno a la espalda. Tenía los ojos hundidos, la piel de cera, el andar lento. Paseaba de la mano de su marido. Y sonreía.