El pasado jueves, Camp Nou, Octavos de final de la Copa del Rey, partido disputado por el F.C. Barcelona y el Celta de Vigo. Entre la montaña de cabezas que imprimen color y aullido a las gradas, un aficionado exhibe una rojigualda. La foto no es buena: no hay luces destacables, la multitud abigarrada se pierde entre sombras y la fauna humana aparece demasiado lejos como para reseñar alguna forma de expresividad o dinamismo.

Sin embargo, la sola visión de una bandera española en medio de una veintena de carteles amarillos, con los que otros tantos forofos reclaman la libertad de los presos políticos del procés, suscita algunos interrogantes interesantes en torno a la naturaleza humana, la porosa frontera que separa la valentía de la temeridad, la libertad, la provocación, la política y el fútbol.

La propaganda indepe y populista ha encontrado la expresión preso político el santo y seña de sus veleidades, sin menoscabo de la depreciación semántica, histórica y moral en que incurren sus acólitos cada vez que etiquetan de esta guisa a Junqueras, Forn y los Jordis. La cuestión es que para que la fórmula haya tenido éxito se deduce tal magnitud de ignorancia o/y fanatismo que habrá que preguntarse si el hombre de la bandera española no se jugó el tipo sin necesidad.

En este punto llegamos a la pregunta fundamental: ¿cuánto de heroicidad o de inconsciencia hay en esa gesta? Conozco el caso de un tipo fronterizo al que licenciaron de la mili porque, tras cantar un gol del Barça en la grada sur del Bernabéu, fue agredido por unos desalmados; vamos -y disculpen la digresión- que el Ejército ya se había desprendido de buena parte de su atávica brutalidad a finales de los 80.

En puridad, en democracia, cualquiera puede decir lo que le venga en gana siempre que no injurie a los demás. Pero como el sentimiento de ofensa es subjetivo y un estadio es el camino más corto entre el individuo y la masa, sólo puedo concluir que aquel españolazo culé actuó con temeridad por el mero hecho de reivindicar la pervivencia de una normalidad devaluada.

Aquí llegamos a la politización del fútbol, un fenómeno en el que las sucesivas directivas blaugranas han hipotecado a su afición. Ignoro cuántos simpatizantes del Barça han dejado de serlo por el entreguismo del club y de algunas de sus figuras rutilantes al secesionismo. Pero pienso en Messi y en cómo pactó su salida si la independencia llega a sustanciarse, lo que perjudicaría competitivamente al equipo al quedar excluido de la Liga española, y advierto con regocijo nuevos motivos para indagar sobre qué quiere decir exactamente eso de que el Barça es más que un club. ¿Más bula para que quienes mandan sigan jugando con las emociones de sus atribulados seguidores?

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