Me he dado cuenta, porque uno acaba conociéndose con el tiempo, que tengo cierta tendencia a mirar el pasado. Y no lo hago porque me pareciera mejor, no. Lo revisito porque me hace entender mejor mi presente. Incluso, el Presente. No podemos aislarnos de él, como si fuera una nube tóxica, porque forma parte de nuestra vida. Y somos lo que hemos sido. El recorrido nos explica.

Recuerdo de niño un huevo de madera que mi abuela guardaba en la caja de los hilos. Era un poco más grande que los reales, pero tenía una forma idéntica. El tiempo lo había pulido y la madera era suave como la piel a fuerza de su tacto, del uso y de las estaciones. Con el huevo de madera, mi abuela zurcía los rotos de los calcetines, los codos de los jerseys y la carrera de algunas medias.

Mi madre siguió su genética y me compraba parches de rodilleras y coderas para que los pantalones y cazadoras siguieran teniendo vida. Los ponía bajo la plancha y se pegaban a la tela. Luego los remendaba un poco para evitar que se soltaran. Solían ser alegres, a cuadros, de colores fuertes, con dibujos, para que el refuerzo se viera bien en mis rodillas. El tapicero solía hacer lo mismo con los brazos del sofá de escay. Incluso la paragüera que recorría las calles. Todo podía arreglarse, hasta las cazuelas que se desgastaban al fuego tenían remedio con el estañador, un hombre que venía en su moto dando voces con un cesto al hombro. Le pegaba un poco de estaño en la porcelana y el agujero desaparecía. La vida seguía.

Recuerdo de adolescente ir a Mochales, el zapatero de Utiel que nos ponía tapas en las suelas consumidas. Me veo en este momento corriendo con el encargo en una bolsa de tela por la calle San Juan, tocar la campanilla extenuado y entrar en ese museo de tacones, pegamentos y pinturas de piel. Hoy, cuarenta años después, sé que me colocaba profundamente y que tal vez por eso me gustaba tanto traspasar la campanilla de la puerta.

No siempre quedaba perfecto, era el intento de serlo lo que lo hacía maravilloso. El roto era parte de la vida. Las cosas se rompían. Las cosas se arreglaban. Erosionadas, envejecidas, deshilachadas, usadas, ajadas, consumidas, carcomidas, roídas. Escribo esto mientras miro un palo de madera que acaba en forma de mano cóncava. Lo trajo mi abuela como regalo souvenir de Gata de Gorgos. Lo usaba siempre para rascarse la espalda. Un día se partió por la mitad. Tras el “ay, qué pena”, se levantó del sillón donde hacía ganchillo, cogió pegamento del cajón de la cocina y cinta aislante negra para vendarlo. Así sigue. Aquí sigue, fajado y curado.

El kintsugi es una técnica centenaria de Japón que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas. En lugar de disimular las líneas de rotura, las piezas muestras las heridas del pasado. Y con eso, adquieren una nueva vida. Son únicas. El kintsugi, podemos traducirlo como carpintería de oro, se ha convertido en una metáfora de la resistencia y el amor frente a las adversidades. Qué belleza, ¿verdad?

Pienso ahora en el amor, en las relaciones de amigos, en las familiares. Pienso en lo fuertes que son tras atravesar una tormenta, cuando tenemos la poderosa herramienta del kintsugi. Cuando decidimos, con gran esfuerzo y delicadeza, recomponer lo roto.