Ayer fue un día extraño: se cumplieron veinte años de la muerte de mi padre. Veinte. Algunas veces parece que fue hace mucho. Otras, que sucedió esta misma mañana, hace un rato más bien corto. Nunca he sabido si es más verdad lo primero o lo segundo.

Marcos Fernández Fernández no fue un hombre convencional, o moderado, en el sentido que estas palabras podrían transmitir los ejes de una vida plana. Al revés. Vivió con intensidad y con plenitud. Con riesgo. Quizá esa fuera una de sus mejores enseñanzas. Aunque, como sucedía con la mayoría de sus virtudes, uno tuviera que extraerla de su ejemplo: ni presumía ni daba instrucciones sobre cómo vivir.

Huyó de la España de la posguerra; o mejor, dicho, de la precariedad que aplastaba su existencia en un pueblo de León, Villarejo de Órbigo, cada invierno, y cada verano, de los años 50.

Viajó a Cuba con 17 de esas primaveras duras, frías y largas, y con cero pesetas, dólares y pesos como todo capital, y comenzó en Guantánamo su vida laboral. Su primer trabajo fue limpiar el escaparate del comercio de un familiar. Su esfuerzo y su talento hicieron que ocho años después ya tuviera un porcentaje de la propiedad de La República.

Pero llegaron los barbudos de Sierra Maestra contando sus cuentos y matando a quienes no les creían. Por eso, pero también porque todo el mundo quería echar a Batista, todos, o casi todos, los creyeron. A Castro, al Ché, a Camilo. Mi familia, que por entonces ya se había incrementado con una preciosa cubana que sería mi madre y con mi hermano mayor, también lo hizo. ¿Quién no deseaba un país sin dictador?

Consumidos los dos primeros años de la década de los 60, Fidel se deshizo de su maquillaje reformista y libertador y, como prometió, igualó a todo el mundo en la isla: se lo quitó todo a todos. Los que no tenían nada seguían sin nada; los que tenían un poco perdieron un poco; los que tenían más, perdieron más; los que tenían mucho, un buen número de ellos, ya habían escapado a Miami.

Mi padre se sabía de memoria el bando que, escoltado por dos militares armados, se había pegado una mañana en la puerta de cristal de La República. Básicamente sentenciaba que el comercio pasaba a ser de la Revolución y se nombraba nueva directora a la persona que se encargaba de la limpieza. A mi padre no se le permitió entrar nunca más, ni siquiera para recoger sus pertenencias personales.

El último avión que salió de La Habana a Occidente en 1963 llevó a mi madre -que no sabía si volvería a ver a sus padres-, a mi hermano y a mi padre, que se iba de la isla con lo mismo con lo que llegó: cero pesetas, pesos o dólares. Lo que consiguió en casi una década de trabajo incansable lo saqueó la Revolución que ha secuestrado la isla caribeña más de medio siglo.

El rumbo inicial iba a ser Estados Unidos, pero la escala en Madrid se convirtió en definitiva. En Colgate, su primer trabajo en España, comenzó pegando carteles en la calle. Cuando The Beatles tocaron en Madrid, mis padres no tenían dinero ni interés –se dedicaban a sobrevivir- en ir a Las Ventas. Cuando el grupo más famoso de la historia se separó, fuera por Yoko Ono o porque nada es para siempre, mi padre ya era director comercial de la firma norteamericana. Con el techo de la multinacional superado, se independizó y se dedicó a la promoción inmobiliaria. Logró muchas cosas en los 70 pero, tras la crisis de finales de esa década, hubo de reinventarse en Estados Unidos.

La vuelta a España, años después, resultó igualmente ardua hasta que su inteligencia y su brío lo llevaron a desarrollar una ciudad, Parquesol, junto a otra, Valladolid. A mediados de los 80 nadie creía en ese proyecto: solo él.

Al comienzo de la década siguiente acudió a la llamada social de la ciudad castellana y rescató al equipo de fútbol de una desaparición segura. Lo saneó, lo presidió y lo convirtió en un referente. Disfrutó haciéndolo, pero también se dejó la vida en el empeño. Asumió, como hizo siempre, el riesgo, y eso le otorgó la intensidad y la plenitud que resplandecía en su vida.

Hace veinte años y un día que la leucemia lo maltrató, él que tan buena sangre tenía. Hoy, la plaza mayor de su ciudad de adopción lo recuerda con su nombre y con su busto. Eso seguro que lo saborea: le daba vértigo que lo olvidaran. Pero esa guerra, como tantas otras, también la ganó. En las mentes de quienes lo quisimos siguen latiendo, con asombrosa perseverancia y cuatro lustros después, su recuerdo y sus sueños, los de un hombre que luchó por dejar una huella que sus hijos pudiéramos reconocer y admirar. Y, con suerte, a ratos, seguir.