Cuando se tiene una hija de 19 años, que antes tuvo 18, 17, 16, 15… siempre temes que tenga un mal encuentro. Que un mal día algún depredador, de esos que tú sabes que existen, se cruce en su camino y le joda la vida. Que con toda la gente buena que deambula por nuestras ciudades acabe tropezando con un desaprensivo. Puede ser cuestión de suerte, de mala suerte, que alguien se fije en ella, que la ponga en su diana, que se cruce en su camino y convierta éste en un infierno… simplemente porque ella ha tomado una calle que no pensaba tomar, ha subido a un autobús al que no pensaba subir, ha salido de casa cinco minutos antes o después, ha cruzado de acera en el peor momento, ha entrado en el bar equivocado, ha mirado a quién no debería mirar, o ha estado manipulando el móvil y no se ha dado cuenta que el demonio la estaba observando… Y todo esto en un instante, en una décima de segundo…

Porque hay veces que la vida se juega, sin tú saberlo, sin saberlo nadie, en un matiz, en un suspiro, en un quién nos lo iba a decir; y todo ello sin que una de las partes sea consciente ni de lo frágil que es el manto que aparentemente nos protege ni de la fugacidad de la existencia ni de lo que se le puede venir encima en un escueto abrir y cerrar de ojos.

Diana Quer, 18 años, fue víctima de ese instante, de esa décima de segundo, de ese trágico abrir y cerrar de ojos en la noche del 21 de agosto de 2016, cuando El Chicle centró su mirada en ella y puso fin a su historia. Caroline del Valle, 14 años el 14 de marzo de 2015, también debió tener un mal encuentro cuando se perdió su rastro en la llamada Zona Hermética de Sabadell. Pero de ella todavía no sabemos nada más, no sabemos con quién cruzó esa mirada de perdición, quién la engaño, quién la hizo desaparecer de la faz de la tierra. Y hay otras muchas Caroline, demasiadas, de las que no sabemos qué ha sido de sus vidas o de sus muertes y que a peor también debieron ser víctimas de esas décimas de segundo en las que todo se vuelve del revés.

Instantes en los que el asesino se pone por encima del bien y del mal, de la vida y de la muerte y se cree el máster del universo y que el mundo es suyo y se siente capaz de arrancar de cuajo todo lo que se le antoja, no sólo la vida de su víctima, sino también la de todos aquellos que la rodean y que se van de la vida sin tan siquiera decir adiós. “Sale el sol y sale la luna, pero los días no pasan” suele repetir dolorosamente la madre de Caroline, que sigue devastada, viviendo en la ignorancia del paradero de su pequeña sin olvidar que le dio 20 euros para que se lo pasara bien ese sábado de dolor de 2015.

Los padres de Diana, dicen, podrán descansar ya, pero yo no me lo creo. Es imposible hacer borrón y cuenta, desprenderse de la ausencia que nos asfixiará hasta el final, de la sonrisa que ya no disfrutaremos, de los besos que no volverán, de los abrazos que ya no se darán. Y siempre machacarán nuestras entrañas esas preguntas cuyas respuesta ignoramos o, a lo peor, queremos seguir ignorando. Incluso tu conciencia te martilleará preguntándose si pudiste hacer algo para impedirlo, si no la protegiste lo suficiente, si sufrió tu pequeña o qué pasó por su cabeza en los momentos finales…

No nos engañemos, es imposible reponerse del desgarro de estos malos encuentros. Sigues viviendo sin estar vivo. Sigues respirando pero apenas. Nunca te alcanza la paz. Nunca te abandona el quejío desgarrador, la pena extrema, el dolor infinito.