Durante años, mis hermanos y yo conservamos la buena costumbre de poner Qué bello es vivir en la madrugada de Navidad, justo antes de irnos a la cama tras la velada de Nochebuena. Es curioso cómo uno puede ver una y otra vez algunas películas cuyos diálogos es capaz de repetir de memoria y a cuyas escenas se anticipa, y más aún cómo se puede llorar todos los años con un final que ya se conoce.

Creo que uno de los mejores momentos de las Navidades del pasado era ese, cuando nos apelotonábamos en el sofá del salón, con la barriga llena de turrón de chocolate de Suchard y el olor de la leña de la chimenea pegado en la ropa, para zambullirnos otra vez en las aventuras del bueno de George Bailey, que quería atrapar la luna para entregársela a su Mary mientras dejaba escapar una y otra vez tantos sueños largamente acariciados. Aquellos sueños a los que había ido renunciando para que el futuro de la gente que amaba no cayese en manos del malvado señor Potts, un Scrooge irredento que uno desea que acabe como la vieja malvada de Gremlins, que sale disparada por la ventana en su silla salvaescaleras.

Qué bello es vivir es la historia de una renuncia, como cada una de las películas que amo, desde Casablanca a Matar a un ruiseñor. Son cintas inmortales que nos hacen desear ser mejores personas. Supongo que por eso las vemos muchas veces: porque tenemos la esperanza de parecernos a George Bailey, a Rick Blaine, a Atticus Finch.

Cuando se estrenó, Qué bello es vivir supuso un gran fracaso de taquilla, tanto que hizo quebrar a Liberty Films, la pequeña productora de Frank Capra. Tampoco triunfó en los Oscar, eclipsada por Los mejores años de nuestra vida. Sin embargo, Capra dijo siempre que se alegraba de haber rodado aquel film, basado en un cuento de Philip van Doren: “Era la clase de película que quería hacer para la clase de gente que considero mía”, le gustaba decir.

Con el tiempo, Qué bello es vivir se consolidaría como una de las mejores 100 películas de la historia del cine y un clásico irrenunciable de estas fechas, junto con Cita en San Luis, Navidades Blancas o las incontables adaptaciones de Cuento de Navidad, de Charles Dickens.

Esta Nochebuena no he visto Qué bello es vivir junto a mis hermanos: cada vez es más difícil compartir madrugadas navideñas. Sin embargo, sé que los tres hemos compartido el recuerdo de Clarence ganando sus alas mientras suenan unas campanas misteriosas y George Bailey entiende que es el hombre más rico de Bedford Falls. Feliz Navidad a todos.