Mientras usted lee esta columna, hay un reportero esperando con el micro en alguna zona de frío. Y a su lado, un cámara preparado para enfocarle. Congelados los dos. No tengan ninguna duda. Lo que antes era una conversación de ascensor, -qué frío hace, Manolita-, es un espectáculo televisivo de primer orden. A los jefes les gusta colocar al reportero a la intemperie. Y la culpa es de todos, verán.

El otro día Luz Sánchez-Mellado lo decía en un tuit: “Pray for los reporteros arrecíos de frío por esos andurriales de dios solo para que los señoritos de los platós les pregunten cuánto frío hace, Fulanito”. Y yo, que fui uno de esos muchachos con gorro, guantes y gafas empañadas, aplaudo con carácter retroactivo. Aplaudo mucho.

Se anuncia sin cesar frío en invierno y bajada de temperaturas, lo cual es cosa del diablo, válgame Dios; o bien, la llegada de las nieves como si fuera una declaración unilateral de la climatología, la invasión de los copos (que en tele queda superbién) y el caos de las temperaturas en plan Blade Runner. Desde que tengo memoria, francamente, los reporteros bajo la lluvia, soportando el temporal o calados en la nieve, han cubierto todo tipo de supuestos desastres. La mayoría de las veces -confesión- tocaba llamar al Mario Picazo de turno para preguntarle temperatura, previsión y fuerza del viento porque allí donde te habían colocado no había manera de saberlo. Mucho juego floral y poca información en mano.

Hay planos de imagen muy socorridos: con la nieve hasta las rodillas, delante de un puente anegado o con las olas rompiendo en el malecón. Ay, mi niño. Qué ratos hemos pasado todos los afectados, micro en mano, esperando que entrara de una puñetera vez la conexión

Es enternecedor si no fuera porque el cámara y el redactor deben esperar al fresco -es un decir-, mientras un colega de la unidad móvil les acerca el caldito o le guarda la libreta en el bolsillo hasta que “desde Madrid” gritan “¡entramos!”. En el mejor de los casos se hace el directo de día. Porque hacerlo en los informativos de noche es el Grand Prix de la mala leche, no me digan. El conductor de la móvil enchufa las largas para iluminar un poco el fondo de aquel andurrial y el del plató se despide con un “abrígate, compañero”. Ay. Fin del directo. Vámonos para casa.

Soy completamente lego en asuntos de audiencias, shares y targets comerciales, pero lo cierto es que cuando hace frío se consume más televisión. Y por ende, gozamos con el frío ajeno desde el sofá. Así es el género humano. Goza. Saborea. No cabe de contento mirando tiritar.

Mi recuerdo desde estas últimas líneas a aquel editor jefe que me mandó a “buscar nieve” porque “a la gente le gusta mucho” (sic). Seré breve que me queda poco espacio. Cuando llegué a la sierra, allá donde ya no se aparece ni la Virgen de Pixar, después de muchas curvas de interior con parada en algún bar de carretera para preguntar, no había gps, y con el depósito casi vacío, llamé al susodicho amo como fiel vasallo informativo: “No ha nevado, -exclamé-, apenas hay cuatro líneas en el suelo con nieve. Nada más”. 

“¡Pues graba de cerca y ponte unos guantes para el directo!”, sentenció el paladín desde plató. Amén.