Hace días que no veo a la abuela que, sentada en un cajón, me pedía algo de cariño con la mirada. Estaba instalada entre la óptica y la tienda de café de la calle Fuencarral. Inerte. Abrigada. Callada. Sonreía de vez en cuando y, la mayoría de las veces, tragaba saliva al sentirse mirada bajando la cabeza.

Recuerdo su pelo blanco, su pañuelo atado al cuello, su rebeca gastada, sus zapatillas de lana. Era una mujer bella, pero su perenne expresión de tristeza, sus profundas arrugas, delatoras de años y frío, y esa postura hermética pegada a la pared convertían esa belleza de madre anciana en un elemento incómodo. Una abuela solitaria pidiendo dinero. Una mujer de aspecto bondadoso tirada en la calle pasando frío. Una mujer de ochenta y cinco años que podría ser tu madre, tu abuela y que debería estar en la mesa camilla de su casa con un café con leche caliente en las manos, tal vez viendo la tele, tal vez esperando a los nietos o dejándose querer por Navidad.

Por todo eso era violenta su presencia, porque desde la dulzura se adivinaba la puta vida. La puta vida de la gente sin hogar.

La abuela de la calle Fuencarral se llamaba Flor. Era uno de esos seres que te miran desde lo más hondo de su dolor, pero sin inquietarte, sin desafío. Su “gracias” sonaba tímido en acento rumano y su ligera sonrisa de agradecimiento era limpia. Limpia de verdad.

Alguna vez hablé con ella. Alguna vez le pregunté. Pero esa misma dulzura también iba acompañada de miedo, de silencio y se adivinaba la red que a cuatro calles de donde se sentaba le pedía el dinero conseguido. No voy a escribir aquí lo que hice. No va de eso la columna. Va de asco, de indignación, de miseria humana. La que me generan los indeseables que mientras dormía en otro portal envuelta en mantas le dieron una paliza esta semana. Eran jóvenes. La molieron a palos en el estómago y en la cara. Le robaron sus cosas. Las cuatro cosas que puede tener una mujer de ochenta y cinco años que vive en la calle.

Flor fue atendida por una ambulancia del Samur y por un asistente social. Flor ha aparecido en todos los medios con sus ojos morados y su pañuelo anudado al cuello. Flor ha puesto cara a la violencia y ha sido espejo a la crueldad humana. Flor solo era pobre, vieja y pedía en la calle. Flor ya no está en su cajón, entre la óptica y la tienda de café. Flor ya no pide, ni te mira, ni te espera pegada a la pared. Flor ha desaparecido del barrio.

Ha llegado el invierno. Hace frío en su rincón. Aunque no puedo evitar escribirlo: el pecho de esos jóvenes que la apalearon es infinitamente más gélido que el peor de los inviernos.

Nota final: El odio al pobre no es un hecho aislado. La gente sin hogar no sólo aguanta el frío y las condiciones adversas. También son víctimas de agresiones. Un 42% de personas sin hogar han sido agredidas alguna vez. Como Flor hay 40.000 hombres y mujeres durmiendo en las calles.