En los congresos académicos, el respeto de los ponentes al tiempo que tienen asignado es fundamental. Para quien no esté versado en este tipo de aquelarres, el respeto por los tiempos es lo que asegura a los ponentes que cada uno podrá desarrollar sus ideas en igualdad de condiciones, sin que quien vaya primero se dé un atracón de locuacidad y deje al resto con un público impaciente por marchar ya al baño o a la cafetería. Este respeto es, también, la gran línea de defensa de los asistentes contra los malos conferenciantes. Por lo menos, el sufrimiento estará acotado.

Este respeto, sin embargo, se solía observar poco en el mundo académico español. Mi directora de tesis británica contaba historias de los primeros congresos y defensas de tesis a los que había asistido en España, en los que eminentes profesores le retiraban airadamente la palabra por cortarles cuando ya llevaban veinte minutos por encima del tiempo asignado. Y todos los que nos dedicamos a esto hemos estado en alguna situación en la que un moderador no ha puesto coto a las expansiones discursivas de un ponente, ocasionando un efecto cascada sobre los demás según la lógica del “pues no voy a ser yo menos”.

El caso es que, cuando uno comentaba el tema con los compañeros, se convenía en que esto era un elemento desagradable de la cultura académica española, pero que estaba tan arraigado que… bueno, en fin. La España irreformable, ya se sabe.

Esta semana he tenido el placer de participar en un congreso sobre España y la Primera Guerra Mundial celebrado en la Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón. Además de lo mucho que he aprendido del resto de participantes, me ha llamado la atención el escrupulosísimo respeto al tiempo asignado que mostraron tanto los moderadores como los ponentes. Cuando uno de estos se acercaba al final del tiempo asignado, el moderador le deslizaba una tarjeta amarilla que leía 5 minutos. Doscientos cuarenta segundos después, le deslizaba una tarjeta roja: 1 minuto. En ese momento, incluso quienes aún tenían algunas páginas por leer pasaban a sus conclusiones y ponían fin a su charla.

Resultaba evidente, en fin, que en algún punto de los últimos años alguien empezó a hacer las cosas bien, a pesar de que esto le costara en un primer momento algo de tensión y muchas malas caras. También quedaba claro que la buena práctica se ha ido extendiendo luego por congresos y conferencias hasta que, finalmente, se ha interiorizado. Cuando comenté el tema con uno de los organizadores, respondió con un bienhumorado es que este país ha cambiado mucho.

Sin embargo, me pregunto qué habría sucedido si el problema de los ponentes que no respetan los tiempos hubiera llegado a convertirse en tema de debate nacional hoy en día. Quizá habrían surgido analistas que señalaran que este problema era intrínseco a la cultura académica española. Quizá nos habrían explicado que, según los últimos hallazgos antropológicos, las culturas del sur de Europa somos hagoloquemedalaganistas, mientras que las del norte son meatengoalasreglasbásicasdelacivilizacionistas. Quizá el ministro de Educación habría señalado que en las aulas españolas no existe un problema de ponentes que exceden el tiempo asignado. Quizá en las tertulias televisivas se habría explicado que arreglar este asunto es tan políticamente irrealizable como, digamos, abolir el concierto vasco.

A lo mejor, también, las tribunas de los periódicos se habrían llenado de voces que pedían abrir espacios de entendimiento entre quienes respetan los tiempos y quienes no. Quizá habríamos leído que lo que se necesita es diálogo. Que hay que buscar una solución política. Es posible también que los catedráticos nacionalistas hubieran reivindicado su derecho histórico a tener cinco minutos más de exposición de los que tiene el resto. Y no hay que descartar que el PSOE señalara que España es un Estado pluritemporal, o que Ada Colau dijese que ella no está ni con los de la verborrea ni con los de las tarjetas amarillas, a la vez que se manifestaba en solidaridad con los catedráticos cuyo derecho a la libre expresión había sido salvajemente cercenado por los moderadores de mesa del régimen del 78.

Quizá, en fin, se habría seguido despotricando cómodamente contra la España irreformable, sin mover un dedo por su reforma.