Tiene Arcadi Espada una frase gloriosa que me jode que no sea mía: “Entre la vida y la muerte, los equidistantes escogen la enfermedad”. A mí lo más ingenioso que se me ocurre llamarles es cobardes, que es la exacta posición moral de quien frente a un conflicto binario se sube a tus hombros, se calza en todo lo alto el manto de armiño de la santa ecuanimidad y pontifica, virtuoso él, Salomón entre los Salomones, que a ver si vamos poniéndonos un poquito de acuerdo señores por favor. Y eso mientras te pellizca los mofletes y te amonesta con un irritante “no me seas facha y dialoga, niño, dialoga”.

El equidistante, eso sí, deja los términos exactos del acuerdo entre el represor y el reprimido, es decir entre el independentista y la ley, al albur de los que entienden de esto. Que siempre son los suyos. O sea los nacionalistas. Porque otra cosa no, pero la vocación de súbdito la lleva el equidistante incrustada de serie en el alma.

De su escaqueo, en cualquier caso, se deduce que el equidistante no tiene ni idea de lo que habla. A pesar de ello su cerebro ha logrado destilar, después de poner todas sus neuronas en quinta, que existe un conflicto y que la justa y necesaria solución a ese conflicto está en un hipotético punto medio que tenga en cuenta todas las sensibilidades. Algún curilla hay en Cataluña, por supuesto a sueldo de La Vanguardia, que lleva toda la vida viviendo de tan fabulosa construcción intelectual.

Huelga decir que no se puede estar sólo un poco muerto de la misma manera que no se puede romper sólo un poco la soberanía nacional. Que una taza puede estar intacta encima de la mesa o rota en el suelo pero no flotando agrietada a medio camino. Y que la política no es ajena a las leyes de la entropía por más que algunos iluminados crean que es un tablero de juego mágico en el que todos los conflictos tienen solución porque todos los deseos son legítimos.

Y miren: no. Todas las componendas imaginables (el famoso término medio) para el conflicto catalán que alberguen comprensión para los deseos de los nacionalistas comportarán a largo plazo un daño mayor de igual manera que refrigerar una habitación calentará el exterior de esa habitación por la energía desprendida durante el proceso de forma que la temperatura media entre exterior e interior será, al final, mayor que la inicial. Que se lo pregunten a los vascos no nacionalistas obligados a vivir ahora en ayuntamientos gobernados por simpatizantes de ETA. Si hay que escoger entre paz y justicia un demócrata debería tenerlo claro: justicia. Porque la alternativa a la justicia, y esa es la trampa, no suele ser la paz sino el conflicto y también la injusticia

En realidad, el equidistante no suele tener nada de equidistante y su postura política asoma a poco que se le aprieten un poco las tuercas. En Cataluña, los equidistantes hozan de la mano de un independentismo que no habría superado su techo natural de un 20-25% de no ser por la impagable ayuda en forma de legitimación moral otorgada por los Colau, Évole, Iglesias, Montilla, Roures e Iceta a la ultraderecha nacionalista de ERC, CUP y PDeCAT. Son ellos y no los independentistas, a fin de cuentas cuatro docenas de rústicos con tractor y un par de volquetes de pijos con angustias existenciales fibromiálgicas y sentimentalidad desatada, los que han quebrado Cataluña. 

Es la equidistancia, en definitiva, la que ha permitido que un cadáver del siglo XIX en pleno siglo XXI, el último nacionalismo abiertamente insolidario de Europa (los escoceses son más pobres que los ingleses), lleve gobernando Cataluña cuarenta años. Ni cuando ganaron las elecciones se atrevieron a decepcionar a los amos del chiringuito y mostrarle a los catalanes el camino de la transición a la democracia que el resto de España había recorrido ya en 1978. Y ahí anda hoy el nacionalismo: luchando contra el ectoplasma de Franco mientras el resto del mundo tiene que buscar la palabra Cataluña en la Wikipedia para saber quién es esta gente que en pleno 2017 sigue considerándose más alta, más guapa y más lista que sus vecinos. 

Visto el estrepitoso fracaso de cuarenta años de equidistancia en Cataluña, ¿qué tal si probamos una táctica diferente? Digamos la ley.