No es coña, pero puse un sofá a la venta en wallapop y sentí miedo. Me creé un perfil porque me lo dijo un amigo que sabe mucho de tecnología y tiene el móvil que es un dechado de aplicaciones para comprar, vender, que te traigan comida y hasta afilarte la cara con photoshop. “No tengo ni que moverme de casa”, me dice. Y le creo, acabará por no moverse. Le basta con el móvil.

A lo que iba, que me disperso nada más empezar. Que como en esta etapa de mi vida no hay manera de quitarse la tripa, decidí quitarme de encima algunos muebles que ya me estorban. Otro tipo de volúmenes, que para el caso es lo mismo. Lo comenté en el ascensor de mi edificio a una vecina, pensando que como estaba de mudanza le vendría bien. Diga usted que sí, me soltó. O sea, que nanai. Que me quedara con mi sofá y con mis abalorios.

Así que tiré de agenda y pregunté a mis amigos más sofisticados, esos que llevan el Iphone como si fuera una extensión de la mano y teclean como rayos. Me aseguró uno de ellos, de cuyo nombre no quiero acordarme, que me bajara la app wallapop, que me creara un perfil con un nombre ficticio y que pusiera a la venta el sofá: un chester tapizado de terciopelo que, por miedo a estropearlo, ni lo he usado. Igualito que mi tía Luisa, que en paz descanse, que no quitó la funda del mando de la televisión y apagaba el trasto dando un tirón al enchufe.

Yo pensé que crearse un perfil era fácil, pero no me decidía con el nick –nombre- y tardé horas. Al final puse Max H. “Eres mejor para bautizar a los personajes de tus novelas”, me soltó mi amigo cuando se lo dije. Pues sí. No estuve a la altura.

Hice unas fotos al sofá, saqué el metro, tomé las medidas y lo colgué con una descripción sencilla. No era cuestión de poner poesía en una app. La cosa no era para ligar. En tinder me habría esmerado más porque el material está vivo, pero en wallapop bastaba con una descripción básica.

Cuando todo estaba listo le di a publicar. Y me quedé mirando el móvil creyendo que aquello iba a ser un no parar de mensajes. Ni Blas. Mi sofá, si hablara, diría que el precio era justo. Pero no dijo nada. El miedo vino después.

Bip. Mensaje. Me gusta. Lo compro. Le di mi dirección.

Todo normal entre anónimos hasta que de pronto sucedió.

“¿Qué te parece el Premio Planeta?”, me preguntó el comprador. Y yo, para despistar más que nada, dije algo así como que no leía mucho. La inquietud creció cuando empezó a coquetear con frases extrañas de novelas y me dijo que me regalaba una canción que le fascinaba. Resultó que al darle al PLAY también era la mía. Una muy rara, os lo aseguro, que salió en uno de mis textos.

“Mañana me gustaría ir a por el sofá”, escribió. “¿Qué piso es?”. Miré mi móvil, le cogí la mano a mi sofá y cerré la aplicación. Aquí seguimos el chester y yo. Le he prometido que se queda en casa. Ni salimos.