El amor es insuficiente. No líquido, como estableció el sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Al menos eso asegura Vivian Gornick, y ella debe saberlo: ha vivido mucho y, lo que no ha vivido, lo ha escrito. Por uno u otro lado, por el de la vida o el de la literatura, a la gran maestra del ensayo personal se le ha descolgado la existencia, toda ella, hasta visualizarla con sublime claridad. Y, allí, sostiene, no manda el amor. O no lo hace con la contundencia que lo podría convertir en el eje sobre el que graviten nuestras vidas. Igual estamos todos equivocados.

A veces no está claro qué es eso, la vida, ni hasta dónde llega. Cuánto procede pedirle, con cuánto uno ha de conformarse. Cuándo ya no hay nada más, ni tampoco nada mejor; cuándo uno debe plantarse donde está porque más alto no se puede alcanzar: ni hay escalera que lo aúpe, ni el vértigo resulta asumible. Un paso más atrás se halla el amor; uno más hacia delante, una caída libre sin esperanza alguna.

En ese dulce hundimiento, fugaz y hermoso, uno puede preferir abandonar al otro y enamorarse, precisamente, del amor, como hace Robert Plant. El ex líder y vocalista de Led Zeppelin, inventor del heavy metal, también ha vivido mucho, confiesa, y sabe que la vida, aunque ya casi no lo parezca, es “mucho más que atender tuiteos dementes” como explica a El País.

Lou Reed, como Plant, siempre se mantuvo en el filo, en ese lado salvaje del que nunca quiso huir, ni en los tiempos de la Velvet Underground y Warhol ni en los de Laurie Anderson y un hígado destrozado. Cuando se hizo demasiado mayor, en su ebook había más de doscientas historias que compensaban sus búsquedas, a las que volvía con avidez entre concierto de rock y recital con Anderson. Eso, quizá, sí fuera vida saludable, aunque acabara con un trasplante de infeliz final.

Muchos científicos en todo el mundo dedican sus mejores horas a descifrar las claves de la longevidad. El más reconocido de ellos, Aubrey de Grey, el ingeniero informático y biólogo británico, asegura que, con el mantenimiento adecuado, la vida humana no tiene límites. Algunos de sus compañeros colocan a este visionario que parece un vagabundo más cerca de la fantasía –“viviremos más de mil años”- que de la realidad potencial; pero hay numerosos reputados profesionales que estiman que alcanzar los 140 años, el doble de la edad que cumplió Reed, debería ser posible.

Lo esencial es: ¿sabríamos qué hacer con tantos años? Callar unos cuantos y escribir otros; probablemente eso haría Marilynne Robinson. La escritora norteamericana ya se pasó un cuarto de siglo sin escribir nada, al estilo de Saramago, que también pasó 20 años con las páginas en blanco. “Sencillamente no tenía nada que decir y cuando no se tiene nada que decir lo mejor es callar”, aseguró el Nobel portugués. Robinson, como hizo Saramago después con sus ciegos y sus elefantes, conquistó el reconocimiento tras un silencio tan largo como sepulcral.

El silencio; el sosiego; la tranquilidad. Como escribe Tolentino Mendoça en su Pequeña teología de la lentitud, la velocidad a la que vivimos, esa que produce tuiteros dementes, como los llama Plant, es lo que nos impide vivir con la suficiente sabiduría. A lo mejor, a esa velocidad que nos hemos impuesto, esa que nos disuade de abandonar el móvil incluso unos instantes, no se ve no solo el paisaje, tampoco el amor.

Y puede que por eso a veces no parezca el fundamento máximo, como sostiene Gornick. Pero, ¿quién se atreve a vivir su vida sin cuestionarlo?