Mi amigo Javier Santamarta me hace llegar su último libro, que ha conseguido alegrarme incluso en estos días tan atribulados: Siempre tuvimos héroes (Edaf). Es un apasionante recorrido por la cara oculta del heroísmo español. Asoman en sus páginas algunos personajes que servidora ya conocía y admiraba, como el diplomático Ángel Sanz Briz, nuestro Oskar Schindler, o como el oficial médico Fidel Pagés, el padre de la epidural en los hospitales de campaña. Pero yo no tenía ni idea de que Alfonso XIII se hubiese convertido en una especie de Cruz Roja bis durante la Primera Guerra Mundial. Una ciudadana francesa tuvo la desesperada ocurrencia de escribir al único rey europeo neutral que conocía para pedirle cuentas de su marido desaparecido en combate. Alfonso XIII no sólo se interesó sino que lo encontró. A partir de ahí brotó una avalancha de cartas y de esperanza. Casi 200.000 personas fueron beneficiadas por la improvisada ONG montada al calor de la Corona. Por cierto, ¿recuerdan que fue este mismo, rey Alfonso XIII, el que prefirió renunciar al trono antes que provocar un derramamiento de sangre entre españoles? Que al final se derramó igual, cinco años más tarde. Pero nadie podrá decir que él no hizo todo lo posible por evitarlo.

Nunca nos enteramos bien de estas cosas y en cambio nos venden como héroes a gente frívola e incapaz tal que los dirigentes catalanes que en 1714 se negaron a reconocer a Felipe V como rey de todos los españoles (de ellos también…) después de haberse equivocado clamorosamente de pretendiente al trono. Como los susanistas del PSOE con Pedro Sánchez, para entendernos. Barcelona había apostado por otro aspirante, un Habsburgo al que de repente toda Europa dio la espalda, cortando de cuajo sus aspiraciones. Cualquiera habría captado la indirecta y despachado emisarios de paz al Borbón. Menos los prusesistas catalanes de la época, ea, que prefirieron sostenella y no enmendalla y mandar sin pestañear a miles de barceloneses a una muerte horrible en las calles, mientras ellos agonizaban elegantemente en la cama y con monumento ya encargado.

¿Mentían los padres fundadores del catalanismo actual? ¿Estuvo siempre en el plan renunciar al activo cívico del proyecto común, cortar las venas de la concordia y lanzarse sin más por el camino de en medio? ¿O lo ocurrido es simplemente la pataleta de unas momias políticas sin futuro? Es posible que el modelo catalanista autonomista de Pujol se agotara hace décadas. Es posible también que sus sucesores, casi invariablemente más torpes que él (hasta para robar…), carezcan simple y llanamente del talento para aportar algo nuevo. Y hayan tenido que recurrir al independentismo utópico y trasnochado que estaba bien para decorar el pesebre, como la estrella hecha con el papel de plata del chocolate, pero que toda la gente supuestamente seria (Pujol el primero, Artur Mas el segundo...) habían dicho y escrito hasta la saciedad que no se podía llevar a la práctica. Porque tensionaría la sociedad catalana hasta la ruptura. Porque haría sufrir lo indecible a la gente y a la tierra a la que se decía querer defender. Por lo mismo que nadie quiere de verdad que vuelva el comunismo soviético. ¡Ni Putin!

Si antes mintieron, ¿quién te garantiza que no vuelvan a mentir? Si alguna vez el nacionalismo separatista y excluyente fue calculadamente ambiguo sobre sus intenciones, ahora lo es sobre sus capacidades. Sobre lo que seriamente da de sí y lo que no. Dudo mucho que ni Carles Puigdemont ni nadie de su gobierno pasara la prueba del polígrafo si se les hiciera esta pregunta bien sencilla, sin enrevesamientos ni referéndums. Si simplemente se les preguntara: “¿Usted realmente cree que está en su mano sacar dignamente a Cataluña de España?”. No se lo creen ni ellos.