Corría el año 2003 -hace casi tres lustros…- cuando a mí empezó a picarme todo. Yo era entonces delegada en Madrid de un diario catalanista, el Avui. Colaboraba habitualmente en radios y teles catalanas. Había mamado catalanismo en familia, en la escuela y en el trabajo, pero, como he contado en infinidad de ocasiones, era aquel un catalanismo tan parecido al de ahora como Fred Astaire al Cobrador del Frac. Era un catalanismo ávido de sumar gente y de tener razón. Más razón que nadie. Pero por eso mismo nadie sobraba y se podía votar, opinar y sentir lo que te daba la gana. Hasta se hablaba de influir en el resto de España con ánimo de mejorarla, oye…

Inexplicablemente, o quizá no tanto, fue irse Pujol y empezar a venir la cosa de nalgas. Nunca entenderé por qué, después de pasarse 23 años llorando porque un enano ceñudo y gritón les cortara el paso de la Generalitat, los socialistas catalanes no tuvieran nada que reformar ni que transformar, nada mejor que hacer, que un Estatut que sólo hacía falta leerse el preámbulo para que se te pusieran los pelos de punta. Para que te dieras cuenta de que tarde o temprano la iban a liar parda.

¿Quién tuvo la culpa exactamente de qué? Mejor despellejamos al personal otro día, que aquí y hoy no me cabe. Vamos a lo que en mi humilde opinión es el grano: la posverdad no se inventó ayer. Hace mucho, muchísimo tiempo, que las cosas como de verdad son interesan a pocos o a nadie. Que tener razón, o aspirar honestamente a tenerla, deviene un empeño temerario, un ejercicio de alto riesgo. Tan fuerte es la marea irracional que empuja en contra de la evidencia. Y de la dignidad misma.

Saben, como yo nunca bloqueo a nadie en las redes sociales, me escriban lo que me escriban, todavía me llegan a veces insultos inverosímiles de los que creen que he traicionado a mi tribu por llegar a una precoz conclusión sobre el independentismo, una conclusión comparable, si me permiten a la inmodestia, a aquella a la que llegó Josep Pla sobre el comunismo en fecha tan temprana y tan lúcida como 1907: “Muy bonito, pero lo que no cuentan es que para llevarlo a término tendrán que imponer una dictadura fortísima, la más fuerte que el mundo ha conocido”. Tal cual.

Ah, otra matización: a los que creen que Pla y yo somos unos “vendidos”, yo no sé Pla, pero servidora se hinchó a perder trabajos y dinero cuando a partir de 2003 empezó a decir lo que pensaba… en la prensa catalana, que era la que me empleaba en la época. Decir que predicaba en el desierto es decir poco. Lo mío era como vender biquinis en Arabia Saudita. Tuvieron que pasar diez largos años, diez, para que me invitaran a hablar en un acto público en Barcelona, al que por la fuerza de la costumbre acudí como Juana de Arco sube al cadalso, y cuál no sería mi sorpresa al acabar de hablar y ver un montón de gente normal y catalana como yo que me felicitaba y hasta abrazaba, algunos con lágrimas en los ojos. Era octubre de 2013.

Cuatro años después, escribo estas líneas bajo el mazazo de lo ocurrido el domingo en Cataluña, una vergüenza lo mires por donde lo mires. El independentismo ha culminado su desprecio a la legalidad y a la convivencia, a todos los que pensamos distinto y hasta a la prudencia que aconseja no llevar criaturas de 6 años a situaciones de desafío civil. Ni fiesta de la democracia ni hostias. Era un motín en toda regla. Querían cargarse algo. Y se lo cargaron todo.

¿Y en el otro lado? Tras largos años de pereza, prepotencia, contradicción y abulia, al fin se saca deprisa y corriendo a la Policía Nacional y se la deja tan a los pies de los caballos como a la Guardia Civil en Melilla: malo si haces cumplir la ley, malo si no. Los Mossos d’Esquadra tienen prohibido usar pelotas de goma desde que le saltaron el ojo a una señora por acampar el 15-M. Nadie pidió echar el cierre a la policía catalana por eso. ¿A lo mejor habría que haberlo pedido? ¿Y entonces ayer habría sido distinto? No sé. Dice el bueno de Serrat que nunca es triste la verdad: lo que no tiene es remedio. Un gran abrazo a muchas, muchísimas lágrimas de profundidad, Noi del Poble Sec