Quienes tenemos el gusto por la improvisación y somos herederos de la procrastinación de Escarlata O’hara –ya lo pensaré mañana- nos vamos encontrando, cada día más, con un extraño problema: el orden. Amontono libros en las mesas, en las estanterías y en las esquinas. Padezco de libropatía. Paso por una librería, veo las novedades y me tiro de cabeza como si fueran analgésicos. Resultado: columnas jónicas, dóricas y corintias por toda la casa con libros esperando a ser leídos. Los japoneses han creado una palabra para definirlo: tsundoku. Así se llaman esos montones. Qué listos los tíos.

El orden. El desorden. Los metódicos. Los anárquicos. Los evadidos. Los sistemáticos. Los liberados. Los esclavizados.

Escribo todo eso mirando una fotografía de los ejércitos uniformados de Corea del Norte, que cada vez que aparecen, tan milimetrados y estáticos, siento miedo. La imagen es como la de aquellos ocho mil guerreros de Xiam de terracota, pero con sangre y familia. No gesticulan. No respiran. No se inmutan. Todos firmes, planchados y con la cara repetida como clics de famobil oriental. Tal vez mi aversión al orden nace de ahí. “¡Ordena tu cuarto!”. Siempre he preferido las películas de indios y vaqueros, donde todo era más atropellado, más desordenado, menos marcial.

Hay lugares de la vida que me inquietan y ese es uno de ellos, la simetría. Cuando la armonía proviene de cuadros, fotografías o militares excesivamente colocados, mi problema es el escalofrío. No me gusta. Me pica. Me chirría. Cuando lo observo pienso: ¿quién ha decretado esto? Me pasa igual en las ceremonias de los juegos olímpicos o las procesiones, todo lo que sea sobradamente castrense me inquieta.

Yo sé que hay gente a la que se le eriza la piel y que pensarán que soy un lunático, multitudes que entran en éxtasis con la marcialidad y las caras enjutas repetidas como robots. Ese orden a mi me hace tiritar. Y lo hago extensible a las casas donde no hay improvisación y todo parece colocado por un enfermo de la jerarquía. Y qué decir de los ramos de flores. Me parecen fúnebres si no tienen una mínima libertad. Prefiero que parezcan recién cogidos de la mata, aunque no lo sea. O las estanterías de tacitas y otros coleccionables. Shhhhh… Silbo como el del silencio de los corderos. Qué grima.

Prefiero el ligero caos. El abanico, la sonrisa, el saludo desde la hilera, el rompan filas. Prefiero el alboroto. La alegría. Un poco de bullicio. La algarabía. Y lo extiendo a las cabalgatas, a los escaparates, a las mesas del salón, a las de comida, las copas, los cubiertos, los marcos de fotos, los muñequitos… Toda esa ley y orden me bloquea. ¿Puedo tocar? No, no puede.

¿Cómo puede no gustarle a este el orden?, dirán a estas alturas del texto. Pues mira, no. No me gusta.