Tan rápido va todo que cuando estas líneas vean la luz, dentro de dos días, casi todo el mundo estará instalado en la realidad de septiembre. Me disculpo, pues, por la probable superfluidad de esta columna. Voy como perro perdido por la casa, sin correa, sin saber dónde dejarme caer y en qué mueble apoyarme. Ando buscando rincones de sombra para esconderme.

Hay un silencio extraño en el hogar, profundo y doloroso, que lo rompe la respiración agitada de mi perra tras la caminata hacia el faro, y las olas cercanas que chocan en las rocas. A veces, algún coche. Otras, una moto. Levanto la vista al cielo buscando señales y las palmeras saludan ligeramente; bajo la vista, y la casa se me cae encima, como dicen las mujeres de mi pueblo. Entro a la habitación de mi padre y salgo, vuelvo a entrar y cambio una foto de lugar, después me siento en la cama, miro no sé dónde y me recuesto en la almohada. La huelo. Doblo una camisa azul de rayas, la última suya, la despliego, la cuelgo ahora de una percha, la coloco al fondo. Preparo café y al servirme una taza, la vierto sobre la mesa. “Cuidado, no te quemes”, escucho en mi interior como si fuera un niño. Es su voz.

Retiro los muebles, compro pintura blanca y un rodillo nuevo. En silencio. Sin prisas ni horarios. Mi madre se queda a mi espalda para recordarme que ella está. Aguarda con una botella de agua. Cuando no sé muy bien por donde empezar, arranco a pintar. La cabeza es una olla a presión, un vaivén de pensamientos. Lo pinto todo. Quemo energía para agotarme. Todo está blanco, como si fuera un folio. Un kilómetro cero. Huele a pintura.

En el baño me lavo las manos y mi gesto es su gesto, algo se ha quedado en la mirada que no era mío, como un... No sé. Una tristeza petrificada.

Todo el mundo te dice cómo serán los días posteriores a una despedida, las decisiones que debes tomar, las gestiones que toca torear, lo fuerte que debes mostrarte y los momentos que se cruzarán a un palmo de los ojos, llorosos. Que, por tanto, debes estar preparado. Que ya lo sabías. Te lo dije. Sin embargo, no aporto nada diciéndolo aquí, no lo estás. No estás preparado. Las decisiones amargas hay que tomarlas en el acto. Decir, elegir, firmar. No sabes cómo responder y lo que respondes es vano, inútil. ¿Cómo estás?, te preguntan.

Ustedes que me leen, tal vez pueden saberlo, porque lo han vivido; pero yo escribo sin saber a dónde voy porque no me dieron mapa para esta ocasión. Voy improvisando. Sin brújula. Las circunstancias me sobrepasan y actúo como puedo, como un autómata al que conducen otros. Ahora toca esto, luego lo otro; y hago caso porque según me dicen es lo mejor. ¿Lo mejor? ¿Lo mejor para quién?

La vida decide sola. Y la única certeza que tengo a estas horas, soy contradictorio y aparecerán otras, es que yo solamente elijo el punto final en un artículo o de una novela. Lo demás, es cosa del cielo, si existe, como me prometieron. Los verdaderos puntos finales. De hecho, la agenda de color rojo que preside mi mesa está latiendo, ella va a marcando los días, no se detiene. Hay cosas que hacer, gente a la que ver, citas pendientes... Y, supongo, que no es malo. Una manera de volver a andar, de abrir capítulo.