El otro día me compré las cartas de amor de Fernando Pessoa. Ponía en la faja: “Segunda Edición. Todas las cartas de amor (no) son ridículas…” Y me ganó el paréntesis de Funambulista.  

Ahí van sólo un par de líneas para demostrar que debemos volver a utilizarlas -¡ya sé que no es fácil!

Mira: dejamos de escribirnos cuando llegó el teléfono. El modelo góndola inundó las casas de la península como una plaga, todos en colores pastel, como una España con miedo al color. Y empezamos a dejar de pegar sellos. Solo por Navidad, nos dijimos. Y eso pasó, que sólo por Navidad nos enviamos postales. Ahora, ni eso. Todo es por whatsapp con mucho emoji, mucho dibujito y mucho gif que se mueve en espiral. 

Perdóname lector si parece que estoy en contra de la tecnología, nada de eso. Soy un gran usuario de redes, emojis y otra bagatelas. Pero tiendo a la nostalgia y me ha dado por ahí. En mi casa guardamos cartas y anotaciones de la abuela Irene, ¿sabes por qué? Porque se ve su letra, porque en el pulso de las consonantes enlazadas con vocales puedo adivinar su estado de ánimo al anotar la receta. Guardo alguna lista de la compra con los precios y guardo su libretita con los cumpleaños de toda la familia, una que siempre llevaba en el bolsillo. Ella, que no fue a la escuela, se empeñó en leer y en escribir. La letra no difiere mucho a la de otra abuelas, pero tiene la magia de su pulso, su velocidad y su energía. Y mientras miro sus vocales, vuelvo a verla cocinar o a amasar carne con cebolla frita en los lebrillos. 

¡Supera eso, whatsapp! 

Ahora, con la velocidad de la vida, tanta y tan atropellada, hemos empezado a grabar mensajes de voz. ¡Se nos estaba olvidando llamar! Y como muchos los mensajes escritos se malinterpretaban y se montaba una cadena de explicaciones del diablo, hemos vuelto a ¡hablar! Qué parodia, debe pensar Darwin. ¡Hablar! La evolución es un zigzag. Bien es cierto que saturar de mensajes de voz es un soberano tostón. Qué monserga. Lo digo porque he caído en ello y me he visto hablando solo en un restaurante de Mallorca dejando mensajes y escuchando respuestas en bucle. 

Ahora, será culpa del calor, se me han abierto los poros, me he tostado la piel y, yo qué sé, también la cabeza. Pienso claramente, de manera cristalina, que debemos recuperar las cartas. Aunque sólo sea por llegar al buzón y que no sea todo publicidad de pizzas o frías cartas impresas del banco de turno. De Hacienda ni menciono. Calla, bicho. Calla. 

No invento nada. Ni voy hacia atrás. Solo pido, con el libro de cartas de Pessoa abierto sobre la mesa a modo de juramento, que me escribas. Quiero notar el ritmo de tus dedos, la velocidad de tu corazón y la fuerza de tus puntos. Quiero sentir tu vocabulario, ver tus faltas, las prisas, saber que es tu saliva la que ha cerrado el sobre y esperar esa lengua. Quiero ver tu firma, tu nombre, tu emoción. Escríbeme.