Suena la canción Piensa en mi en voz de Luz Casal mientras escribo. Y todo lo que estaba sobre el papel se ha ido al garete. O sea, a la papelera del ordenador. ¿Está seguro de que desea borrar los ítems? Esta acción no se puede deshacer. Aceptar. Eso me pasa por escuchar música mientras trabajo. Me cambia el estado de ánimo en lo que son tres acordes y dos frases, y lo que andaba por calles estrechas se hace bulevares o viceversa; y, sí, con la música puedo ponerme muy cerdo o muy romántico o muy festivo o muy nostálgico. O todo.

Es sonar un tema de esos que traen cuatro palabras bien puestas y colocarme en situación ad hoc como si hubieran escrito el tema para mí. Ya sé que no es para mí, que como el anuncio no soy tonto, pero esa es la magia de una canción. Todas las canciones hablan de uno mismo. Entro de bruces en los párrafos de Marisa Monte y choco con el inicio de Caetano Veloso, me siento en el alféizar del estribillo de Vanesa Martín y me deslizo por el tobogán de Life on Mars de Bowie. Tumbo paredes con The Wall y pinto de rosa con la brocha de Edith.

Jamás me aprendo las letras porque así me parecen nuevas.

Pero me pasa igual con la mordidita de Ricky Martin, que sube la adrenalina, sube y sube y… debo bajar el volumen no sea que el vecino crea que he montado una boite en el salón. O con Fangoria, que de tantas campanas sonando en la oscuridad he iluminado un montón de noches.

O viajar. A veces, el ordenador sonríe y dispara una canción italiana de Nina Zilli, que tiene lo que tiene que tener una cantante romana y te alisa el pasaporte en el arranque de la melodía. Pensativo, mirada perdida y ojos entornados como si el vuelo hacia Fiumicino despegara ya. La temperatura en destino es de veintiocho grados y llegaremos un poco antes de la hora prevista, parece decir. Y al acabar, sin haber tenido tiempo de saborear una pizza por el Trastevere te ves en París porque Spotify ha escupido Eblouie par la nuit de Zaz. Y allá que vas, a las calles retorcidas como tripas de Montmartre. Paseas hasta la escultura de Dalida en los tres minutos que dura la canción y te enfurruñas cuando acaba porque no estás en París, ni en Roma, ni en New York, New York I’m leaving today… Estás en tu casa. Pero en ese tiempo, has viajado. Volado. Volare.

La música amansa a las fieras, las alimenta y las mutila. Lo dicen en misa: una palabra tuya bastará para sanarme. Y añado: o matarme.

El día que sonó el bolero Historia de un amor en un bar en el que estaba cogiendo ritmo al vino tinto, me vine abajo. La madre que parió a algunas canciones. Habría jurado que esos versos no me decían nada en otra época. Pero hasta las letras tienen su tempo, su momento y su puñal. Justo cuando estaba a punto de pedir otra copita, ¡Monsieur, otro vino!, vino la canción y me atravesó como una película gore. De lado a lado.