Un vecino muy amable pasea a mi perra cuando yo no estoy. Mi madre anda regular –artrosis y esas cosas que aparecen en el guion de la vida entrados los años- y mi Leo es demasiado vivaz. Quien dice vivaz, dice enérgica, atropellada, despierta. Vamos, un polvorín de tomo y lomo. Resultado: el vecino inglés que no tiene artrosis y los meniscos engrasados como un surfero de veinte viene cada mañana y se lleva a la perra a dar una vuelta por la playa. Doña Leo lo espera como si le hubieran dado el Príncipe de Asturias de los ladridos, mueve el rabo y relame la correa ansiando la caminata. Me cuenta que se sientan en la playa y que se toman un café en el Goa. Ella, como sale sin dinero, se deja invitar.

Y a lo que voy, que me disperso, creo que mi perra está aprendiendo inglés.

Hablar hablar, no. Pero entiende la lengua de Shakespeare. Y me como los muñones cuando la veo con el vecino porque a mí me costó un disparate entender los giros del idioma. Pero mi Leo me ha salido lista. Le dice “run” y corre. Le dice “lets go” y va. Le dice “shut up” y se calla la muy suya. Y hasta bebe agua en inglés. ¿Water, Leo? ¡Y lo sabe! Se lanza al pozal como el mismísimo Phelps. Vamos, que en cuatro días la pongo de guía turística por la Costa Blanca para los británicos.

Lo mejor del asunto es que los vecinos ingleses son amigos de mi madre. A estas alturas del artículo uno pensará que mi madre también lo habla. Pues no. Pertenece a esa generación que hace gestos, sonríe y no necesita academias. Quedan para ir juntas al mercado y se vuelven en el autobús dándose palique. Mujeres del siglo pasado con armas del siglo XXI. Pero ahí no acaba, el otro día me dijo, transcribo: “Me ha dicho la rusa (otra vecina) que le van a operar de los dos tobillos”. Y respondo patidifuso: ¿la rusa? Ni que decir tiene que tampoco habla ruso. No es coña, se entienden. Y no sólo están para jijí jajá, muchas veces están de charla porque las pillo en el jardín y mueven los brazos, se ríen y tuercen el morro para marcar la tensión del diálogo.

Muchos nos atropellamos cuando en algún restaurante no nos comprenden, apretamos muelas en el mostrador del aeropuerto y rezamos para que la azafata hable español si surge algún contratiempo, lideramos los entuertos en las entradas de los museos y optamos por pedir el menú básico ante las nebulosas. Soy de esa generación que titubea, que prefiere a Sabina a Beyoncé por-que-le-en-ti-en-de-la-le-tra. Así de simple.

Ahora veo a los muchachitos escribir sus textos de instagram en inglés y poner frases de canciones como si fueran suyas. Saben más. O lo parece. Pero a ingenio no le ganan a mi progenitora. Con decir que el otro día en el ambulatorio la pillé arreglándole las recetas a una británica que había llegado tarde a su cita con el médico… No digo más. Así ha salido mi perra, que un día la pasea la rusa y se me pone a leer a Fiódor Dostoievski.